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Rosamar Corcuera y la utopía

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Fecha Publicación: 13/07/2019 - 20:30
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“Mis referentes son todos los artistas plásticos que estuvieron en mi entorno, pero principalmente Noé Delirante”, me respondió Rosamar hace algunas semanas en entrevista para este diario y yo la imaginaba atenta a los diálogos entre su papá, nuestro inmortal Arturo Corcuera, con Tilsa Tsuchiya o preguntándole sobre las variaciones del color a su tío Óscar o por la fugacidad de las formas a Lorenzo Osores; sin embargo luego de visitar su última exposición individual: “Canto y gemido de la tierra”, entendí a qué se refería cuando me dijo “principalmente Noé Delirante”. En efecto, todos quienes hemos visitado su casa de Santa Inés y nos hemos deslumbrado con la jirafa, el gallo de piedra o el león de mármol, ése al que el buen Arturo nos obsequiaba: “llévatelo, pero en este momento”, porque sabía que ese mármol es inamovible, aprendimos a convivir con la magia, con la seguridad de que ingresábamos a un escenario donde es posible la armonía. En el segundo piso de la casa los cuadros de Rosamar le entregan al Arca la precisión del color y el espíritu de una sirena que observa profundamente desde una pared cuyo azul nos entrega una sensación de libertad que cuando descendemos al primero, sentimos que podemos dialogar con las esculturas que interpretaban atentas los boleros que Arturo escuchaba con Rosi en las mañanas. Por eso cuando ingresé a la sala de exposiciones de la Universidad del Pacífico fue como ingresar a la infancia de Rosamar, entender su juventud y descubrir a los duendes y las máscaras que le entregaron la misión de inventarles una forma, un cuerpo, una composición material que rescate el espíritu delirante de aquel padre que le heredó la capacidad de soñar con el color y el fuego. Ojalá las sirenas, los caballitos de mar, el arca y los ángeles de Rosamar habiten pronto otros espacios. La humanidad necesita recuperar su don para fabular: solo así será posible la utopía.