¡Retirémonos de la CIDH!
Mientras sigamos sometidos al yugo extranjerizante, venenoso y falsario de la mafia caviar –tanto local como extranjera– el Perú jamás levantará cabeza, por más buena intención que pongan sus habitantes. Resulta verdaderamente oprobioso que, en pleno siglo XXI, sigamos siendo colonia de una entidad transnacional llamada Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuyos siete miembros son electos por los países que conforman la OEA.
Es evidente que existe una condición sine qua non que necesitan cumplir esos siete togados para ingresar al santuario de la legalidad continental. Aunque, como todo en esta vida, aquello es relativo. Porque, por ejemplo, Estados Unidos, país al que se le conoce como el epítome de la democracia en el mundo, NO acepta el tutelaje y, por lo tanto, no se encuentra afecto a las decisiones jurisdiccionales de la CIDH. Consecuentemente, siendo pares todas las naciones integrantes de la OEA, el Perú puede –y debe– adoptar la misma posición que EE. UU., considerando que, desde que Alberto Fujimori asumió el gobierno de nuestro país, la CIDH le declaró la guerra al Perú y a todos los peruanos que no practicasen el credo de la llamada corrección política. Vale decir, la cultura caviar o woke, que, para la CIDH, prima como requisito para ser tratado correctamente y según los cánones de una verdadera justicia.
Este escriba ha sido testigo de aquello.
Por lo demás, la realidad de los hechos confirma la teoría que estamos denunciando y que el Perú debería adoptar como justificación al momento de plantear su retiro del ámbito, tanto de la Corte como de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. No es exageración recordar que, en muy buena medida, la persecución política de la que es víctima el Perú, por parte de la CIDH, tiene mucho que ver con la extrema inseguridad ciudadana que venimos viviendo los peruanos desde hace demasiado tiempo. La CIDH se ha encargado de destruir organizaciones fundamentales para la seguridad interna y externa de nuestro país como la Fuerza Armada y la Policía Nacional, so pretexto de que, con su accionar, estas violan los derechos humanos de los criminales: autores de violaciones a adultos y menores; de quemar seres humanos; extorsionar y cobrarles cupos a los transportistas que trabajan durante las huelgas que decretan sus sindicatos politizados; y tantísimas otras variantes de delitos y de crímenes de la peor estofa que, a diario, registra nuestro agraviado país.
Porque la Policía y las Fuerzas Armadas no acatan las órdenes de sus superiores para salir a las calles a combatir la pavorosa inseguridad ciudadana que campea en nuestras calles. ¿La razón? Nuestros soldados y policías son conscientes de que acabarán, como les ha ocurrido a tantos colegas suyos, brutalmente condenados por la CIDH bajo la acusación de violar los derechos humanos de estos asesinos en serie, que matan sin piedad sometiendo a sus víctimas a las peores torturas.
Sin embargo, a los auténticos criminales la CIDH ni siquiera los considera autores de los espantosos crímenes que cometen diariamente, convirtiendo su accionar en un criminal –aunque impune– sistema de vida.
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