Réquiem por Santiago Aguilar
Lo leí por primera vez en la biblioteca de la universidad, en 1996. Su libro “Puerta de espera” se convirtió, durante semanas, en esa posibilidad para volar al centro de una rutina entre códigos y exámenes. Leerlo era escapar o afirmar una vocación que creció sobre un campo de piedras. Coincidió que en el primer semestre de aquel año, tuve como profesor a Juan Paredes Carbonell, quien al sorprenderme con el libro sobre la carpeta, en lugar de llamarme la atención, me dijo: “Conozco al autor”. Y desde aquel entonces me narró historias increíbles sobre aquel poeta con quien, en la década del sesenta, fundó Trilce, el grupo literario que reunió a los jóvenes Juan Morillo Ganoza, Jorge Díaz Herrera, Eduardo González-Viana, Manuel Ibáñez, Gerardo Chávez, Juan Paredes Carbonell y Santiago Aguilar, entre otros destacados intelectuales trujillanos. Pero no lo conocí hasta en abril de 1998 cuando presenté “Morada y sombras”, el libro que me publicó Tomás Ruiz en Camión Editores. Paredes Carbonell era uno de mis presentadores y asistió acompañado por Santiago Aguilar quien, al culminar la presentación, tuvo palabras elogiosas a mi poemario.
Fue como el esperado espaldarazo del poeta a quien aprendí a admirar por su obra y su osadía. Santiago Aguilar fue el responsable de la publicación de una emblemática colección en homenaje al centenario del nacimiento de César Vallejo; gracias a esa colección, en el Trujillo de los noventa, los escritores de mi generación leímos por primera vez a Francisco Xándoval, Julio Garrido Malaver, Javier Sologuren, Américo Ferrari, Manuel Ibáñez, Rigoberto Meza Chunga, Marco Martos, Bethoven Medina, Luis Eduardo García, David Novoa y a tantos otros poetas que Santiago editó con la audacia de quienes se lanzan a la aventura porque saben que el vuelo, o la caída, bien vale la pena.
Editor, promotor cultural, amigo, era uno de los pocos poetas que sostenía a pulso el resplandor de la ciudad. La última vez que nos abrazamos fue aquí, en Lima, en la FIL: Santiago estaba con Ricardo González Vigil y Ladislao Plasencki, su boina ocultaba esa expresión de quien te observa con sospecha, su cabellera larga y en los párpados todas las arrugas de un hombre que vivió para contarla. Gracias por todo, querido Santiago, por tus lecciones de atrevimiento, por el arrojo que hizo posible tu poesía, por el riesgo en tus proyectos, por tus pasos al filo de la navaja, por ese crepitar de copas en la plazuela El Recreo, en Gamarra, Almagro o en Orbegoso. Descansa en paz, caballero de la encorvada figura: que el viaje de retorno te sea propicio.