Reformando la justicia, sin cambiarla
Reformar la justicia no solamente es cambiar nombres. Es devolverle al ciudadano la confianza en que la ley y el derecho pueden constituir su defensa, no su condena. La reforma judicial que viene debatiendo el Congreso es un buen paso, aunque insuficiente. Salvo que esté acompañada de garantías institucionales, participación ciudadana y reformas procesales profundas. Una mera reorganización cosmética —como, hasta ahora, reviste las características de serlo— perpetúa los mismos vicios, aunque bajo nuevas siglas.
Si bien constituye un síntoma de avance —para reformar el inservible sistema de justicia vigente—, la intención de sus medidas no consigue abordar en profundidad los problemas estructurales que han debilitado su independencia, eficiencia y credibilidad, al extremo de transformarse en arma arrojadiza contra la sociedad.
El lado positivo de la propuesta es que, por primera vez, se propone incorporar en la Constitución un “Sistema de Administración de Justicia”, como el conjunto articulado de instituciones (Poder Judicial, Ministerio Público, Tribunal Constitucional), sujeto a principios de calidad, predictibilidad e independencia (caso de la Escuela Nacional de Justicia). Sería la consolidación de la autoridad que controle tanto al Poder Judicial como al Ministerio Público, dándoles autonomía operativa; y, finalmente, la ampliación del número de miembros del Tribunal Constitucional y de los fiscales supremos, paso fundamental para soportar la creciente carga procesal que diariamente recibe aquel Tribunal, entre tantas otras razones, obviamente por la infame calidad de la “justicia” que impera en este país.
Resumiendo, más influyen los aspectos negativos que los positivos en la propuesta de marras. Ejemplo: el objetivo de la Junta Nacional de Justicia es blindar, sin interferencias políticas, los procesos de selección y sanción de fiscales y jueces. Sin embargo, esta iniciativa no aborda la grave desconfiguración del sistema, ni trata —coherentemente— la peligrosa brecha de la justicia en las regiones, donde permanecen imperando las interferencias políticas al designarse a jueces y fiscales. Igualmente, soslaya los procedimientos que crean demoras, arbitrariedades y/o inútiles cargas procesales. ¡Pero, sobre todo, abre resquicios para que los intereses partidarios —vigentes en el Congreso— influyan en la composición del Tribunal Constitucional y/o del Ministerio Público! Y la experiencia demuestra que la politización de la justicia es una peligrosa instrumentalización del sistema democrático, basado precisamente en respetar los derechos de cada ciudadano. ¡Empezando por la existencia de una justicia despolitizada que ampare debida, oportuna, pero, sobre todo, eficazmente a la sociedad! ¡Precisamente, todo lo contrario a este constante maltrato que soporta la sociedad peruana! ¡Sin la menor duda, causa fundamental de la inmensa violencia que impera en este país!
Finalmente, el proyecto en debate tampoco llega a abordar medidas indispensables para mejorar y modernizar los procesos judiciales, digitalizando expedientes y reduciendo —de manera sustancial— tanto los plazos procesales como las definiciones judiciales.
Sintetizando, el proyecto de reforma de la justicia que viene debatiendo el Parlamento no es más que otro saludo a la bandera que, en el mejor de los casos, servirá para prolongar la buena vida a los malos jueces y fiscales; y, simultáneamente, continuar arruinándole la existencia a usted, amable lector.
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