Precisiones en torno al viaje de Grau a la Polinesia
No solamente navegó en la Marina Mercante cuando niño y adolescente, sino también ya adulto en dos paréntesis de su carrera naval: 1859-1863 y 1867-1868. Dentro del primer lapso le cupo, entre otras actividades, contarse entre los marinos (así peruanos como extranjeros) que enrumbaron hacia Oceanía para embarcar polinesios a fin de trasladarlos a las costas peruanas para ser empleados como mano de obra. Si bien hubo condiciones de esclavitud, así como engaños y abusos diversos en los embarques y traslados, lo que es válido como afirmación general no puede extenderse sin examen a cada caso particular. Veamos lo ocurrido durante la expedición que zarpó del Callao en setiembre de 1862, integrada por los bergantines Apurímac y Trujillo y la goleta Manuelita Costas, respectivamente capitaneados por Miguel Grau, José Basagoitia y Andrés García.
Ciertos hechos eximen al marino epónimo de mayor censura: el Apurímac y la Manuelita Costas naufragaron en los arrecifes del atolón Manihiki o Humphrey (en las islas Cook) el 12 de noviembre de 1862 antes de haber zarpado al Perú y sin haber embarcado a los isleños; previamente, el ariki o jefe local había ordenado que no hubiera embarques; y además, antes de ello, los contratos obtenidos en Manihiki no habían incluido violencias, sino que fueron voluntarios. Un dato elocuente sobre la ausencia de maltratos por parte de Grau es el apoyo brindado por los nativos cuando se produjo el naufragio nocturno de ambos buques, pues encendieron fuegos para guiarlos a tierra y colaboraron en el rescate de provisiones y artículos diversos. Esta última información la registra su biógrafo don José A. de la Puente, quien observa además que Grau no participó del negocio sino que se limitó a aceptar el comando el buque, igual que comandó varios otros buques mercantes “sin solidarizarse necesariamente con las intenciones de sus contratantes e incluso en muchos casos sin conocer sus intenciones”, aunque admite que habría sido mejor que no participara en el viaje.
Cabe añadir que Santiago Távara y Andrade, cuyos hijos Santiago y José Ignacio Távara Renovales fueron muy amigos de Grau, recordó en 1855 que unos treinta años atrás los hacendados “atribuían su penuria a la falta real o imaginaria de brazos, frase que rectamente analizada significa, falta de brazos que trabajen barato o de balde”. Esta innegable tendencia de un sector de la sociedad fue denunciada también por Manuel González Prada, quien condenó a los grandes propietarios del Perú por sus abusos en contra del indio, del negro, del chino y del polinesio (“ellos extrajeron de sus islas al canaca para dejarle morir de nostalgia en los galpones de las haciendas”). Por ello debe resaltarse que el último es el mismo autor que elogió a Grau llamándolo “humano hasta el exceso” y “tan inmaculado en la vida privada como en la pública”; su hijo Alfredo escribiría en 1943 que su padre había viajado en el Huáscar con Grau “y lo recordaba siempre con vivísima simpatía”.
Ya en su momento (1863), al arribar a la isla Manihiki con la goleta Jorge Zahara, el capitán Davis afirmó que Grau y García estaban encadenados por “sus crímenes” y que serían ejecutados; así lo dijo con el fin de poder adquirir por una pequeña suma unos barriles de agua salvados del naufragio y conservados por los isleños. Pero el historiador británico H. E. Maude anota que era una calumnia gratuita contra ambos marinos.
Si en aquel entonces, antes de destacar en Abtao y cubrirse de gloria en la campaña de 1879, ya era Grau objeto de calumnias, causa estupor saber que aún en nuestros días se vierten infundios semejantes. Pretender ganar atención a costa de derribar del pedestal al héroe como ocurre de un tiempo a esta parte con una versión manipulada del episodio, resulta un intento vano e injusto, que se estrella contra la verdad histórica. “Alentémonos, pues: la rosa no florece en el pantano, y el pueblo en que nacen un Grau y un Bolognesi no está ni muerto ni completamente degenerado”, decía González Prada para reanimar al Perú en la dolorosa etapa de la posguerra. Nuestro país, en medio de sus graves dificultades, hallará siempre en el ejemplo de nuestras grandes figuras del pasado inspiración para sobreponerse y continuar bregando a favor de las futuras generaciones. Privarnos de su legado sería un acto perverso de ingratitud máxima, una suerte de suicidio colectivo.
Por Rodolfo Castro Lizarbe
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