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¿Podrían gobernarnos las máquinas?

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Fecha Publicación: 12/06/2025 - 22:20
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El día que paralizaron la Tierra (1951), Klaatu, un emisario interestelar, llega acompañado de Gort, un robot que representa la autoridad suprema de una federación galáctica. Su misión no es destruir, sino advertir: si la humanidad persiste en su violencia, será neutralizada. La ley, en este universo, ya no se aplica desde la política, sino desde una neutralidad automatizada. La justicia se ha delegado a máquinas sin emociones. Y eso —en apariencia— suena razonable. ¿Pero lo es?
La cultura popular ha vuelto una y otra vez sobre la fantasía —y el temor— de que un día nos gobiernen las máquinas. Matrix y Terminator empujan esa idea al extremo: inteligencias artificiales que esclavizan o exterminan a los humanos, bajo el supuesto de que somos una amenaza para nosotros mismos y para el planeta.
Las narrativas de Asimov, más complejas, van por otro lado: en Yo, robot, las máquinas no buscan dominarnos por odio, sino por lógica. Si el ser humano insiste en autodestruirse, ¿no sería racional quitarle el timón?
El miedo detrás de estas ficciones está vivo hoy. Y no es un miedo infundado. Porque, aunque aún no tengamos un Gort, sí tenemos algoritmos. Y los usamos para todo: para informarnos, para comprar, para votar. Las redes sociales ya nos dominan en parte: nos estudian, nos moldean, nos retienen.
Las inteligencias artificiales generativas —como las que redactan borradores de leyes con preguntas al usuario que luego se olvidan de borrar— están entrando al terreno político. Hay bots que debaten, que opinan, que simulan ser ciudadanos. Hay personas que los toman por tales.
Sin embargo, la supuesta neutralidad de las máquinas es una ilusión. Cada sistema de inteligencia artificial está atravesado por elecciones humanas a través de su programación: qué datos se priorizan, qué valores se codifican, qué voces se silencian. La tecnología no surge del vacío, sino de contextos ideológicos y económicos concretos.
Y va aún más allá. Un ejemplo agudo —aunque satírico— aparece en South Park, cuando ChatGPT se convierte en el escritor invisible de las conversaciones entre adolescentes: un guiño brutal a una verdad incómoda. Cada vez más, dialogamos con reflejos sintéticos de nosotros mismos, sin saber del todo quién está realmente al otro lado.
Ahora bien, ¿es realista pensar en un gobierno regido por inteligencias artificiales? En teoría, no. Las IA actúan según programaciones que, por más sofisticadas que sean, no equivalen a una conciencia moral ni a un juicio político. Automatizar el cumplimiento de la ley —como sugiere la lógica de El día que paralizaron la Tierra— podría garantizar eficiencia, pero también eliminar el margen de interpretación necesario para la justicia. Una máquina que aplica la norma sin contexto es peligrosa. Y una que decide qué es el bien común sin comprender lo humano, lo es aún más.
Aun así, el poder de las IA crece. Ya no solo facilitan decisiones: las influyen, las perfilan, las filtran. Vivimos en una simbiosis creciente entre humanos y máquinas. Y si no queremos que esta relación se vuelva una sumisión, necesitamos hacer algo muy humano: reconocer los límites, comprender los sesgos, y decidir con ética.
Las IA no son oráculos ni enemigos: son herramientas. Nuestra tarea es asegurarnos de que sirvan a todas las personas, no solo a quienes las programan. Para ello, es urgente preservar dos cosas que las máquinas aún no pueden replicar: el respeto irrestricto por los derechos humanos y el compromiso con el Estado de derecho. Todo lo demás, por ahora, sigue siendo ciencia ficción.

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