Planificación estratégica: el eslabón perdido del desarrollo peruano
El Perú ha mostrado disciplina macroeconómica en las últimas décadas: baja inflación, estabilidad cambiaria y reservas internacionales robustas. Sin embargo, esa estabilidad no se ha traducido en progreso sostenido ni en una mejora sustancial de la calidad de vida. La raíz de este estancamiento está en la ausencia de una planificación estratégica efectiva.
Durante los años setenta y ochenta, el Instituto Nacional de Planificación (INP) cumplió el rol de articular los proyectos nacionales de corto y mediano plazo. Su desmantelamiento en 1992 dejó al país sin un centro que guiara las políticas de Estado. Desde entonces, la inversión pública ha sido dispersa, respondiendo a intereses políticos coyunturales más que a una visión de desarrollo.
La creación del CEPLAN en 2008 buscó llenar ese vacío. Su mandato, a través del Sistema Nacional de Planeamiento Estratégico (SINAPLAN), es precisamente articular la planificación nacional, regional y sectorial. Sin embargo, casi dos décadas después, el balance es desalentador. El CEPLAN no ha logrado convertirse en el verdadero centro de decisiones que el país necesita; ha sido más bien una oficina que produce documentos que pocos leen o utilizan de manera efectiva.
El Plan Estratégico de Desarrollo Nacional al 2050, elaborado bajo la conducción del CEPLAN, ilustra esa debilidad. Si bien declara metas ambiciosas —como reducir desigualdades y diversificar la economía—, su nivel de generalidad lo convierte en un instrumento declarativo, no vinculante. Al ser tan amplio, permite que casi cualquier proyecto, por más cuestionable que sea, pueda presentarse como alineado con los objetivos nacionales. De este modo, en vez de ordenar el gasto público, el plan facilita justificar inversiones sin rigor técnico ni coherencia estratégica.
La consecuencia es visible: más de 2200 proyectos de inversión pública paralizados, por un valor superior a 33 mil millones de soles, de los cuales 4,200 millones ya gastados son capital mal invertido en hospitales inconclusos, colegios sin servicios básicos de los cuales 1500 se encuentran en riesgo de colapso, carreteras que no conectan mercados, entre otros. Todo ello refleja un Estado incapaz de priorizar y culminar lo que empieza. La brecha de infraestructura, en vez de cerrarse, se amplía. No es falta de recursos: es falta de orden.
Frente a este escenario, la propuesta de crear un Ministerio de Infraestructura abre la posibilidad de recuperar la institucionalidad perdida. Pero este ministerio no debe convertirse en otro aparato centralista ni replicar la ineficiencia existente. Su verdadero aporte sería servir como eje articulador de un Proyecto Nacional de Desarrollo, conectado a un plan de largo plazo con fuerza vinculante y precisión territorial. Para ello, el Ministerio de Infraestructura tendría que operar estrechamente con el CEPLAN y el SINAPLAN, convirtiendo la planificación en la base para priorizar, coordinar y dar seguimiento a cada proyecto. Solo con esa integración se podría garantizar que la ejecución de obras responda a objetivos estratégicos nacionales y no a la discrecionalidad política.
Proyectos como el megapuerto de Chancay o el futuro tren bioceánico solo tendrán sentido si forman parte de una estrategia nacional que articule los ejes logísticos y productivos del país. De lo contrario, serán infraestructuras modernas pero aisladas, sin el impacto transformador que prometen.
A su vez, la tecnología y la inteligencia artificial pueden ayudar a romper el círculo vicioso de ineficiencia y corrupción. Sistemas que permitan monitorear en tiempo real la ejecución de proyectos, algoritmos que identifiquen cuellos de botella y patrones de gasto ineficiente, y plataformas interoperables que reduzcan la burocracia, son herramientas que pueden devolver al Estado capacidad de gestión sin aumentar el aparato administrativo ni sacrificar transparencia.
El sector privado, a través de mecanismos como las Obras por Impuestos, puede complementar la inversión pública, siempre que se enmarque en una estrategia nacional que priorice proyectos de alto impacto. Si no, seguiremos viendo intervenciones aisladas que no transforman la realidad de fondo.
La lección histórica es clara: los países que lograron desarrollarse (desde Corea del Sur hasta Finlandia) lo hicieron no solo gracias a disciplina fiscal, sino, sobre todo, a planificación estratégica. La improvisación puede generar éxitos ocasionales, pero no construye desarrollo sostenible.
Planificar es decidir hoy el país que queremos en 30 años. Significa priorizar, descartar, coordinar y perseverar. Significa abandonar la ilusión de que el mercado o la política por sí solos resolverán las desigualdades y carencias estructurales. Con planificación estratégica, la estabilidad macroeconómica deja de ser un fin en sí misma y se convierte en el soporte de un verdadero proyecto nacional.
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