Pedro “Marmaja” Castillo: De proyecto revolucionario a delincuente común
En estas instancias relacionadas con el poder hay que tener en cuenta que la legitimidad es clave, fundamental. La pérdida de legitimidad de un gobernante es el paso previo inmediato a perder el poder, ya sea en términos formales o en la necesidad de delegarlo casi completamente y convertirse más en una figura decorativa con el que deben cargar los aliados que aceptan sostenerlo, usualmente a cambio de prebendas y puestos. Cuando la legitimidad se evapora la posibilidad de emprender grandes proyectos -como una Asamblea Constituyente o una nueva reforma agraria neovelasquista o un esquema de nacionalización energética- simplemente se licúan. Desaparecen.
Veamos a Vizcarra; este construyó su legitimidad en base a la lucha contra la política tradicional -en clave de las figuras que repetían periodos parlamentarios- y los partidos políticos en general, aunque los tradicionales en particular, esto más su coalición entre la que se encontraba un importante sector mercantil, lo llevó a niveles por encima del 70% de aprobación presidencial. Esclarecimientos en torno a sus negociados e irregularidades alrededor de Moquegua y sobre todo el culebrón “Swing” lo desfiguró de tal manera ante la opinión pública que permitió al Parlamento vacarlo.
Lo de Castillo es aún peor, recordemos que Vizcarra no llega con la legitimidad de los votos ni era asociado con reformas concretas, era un presidente accesitario que asumía ante la evidente corruptela de Kuczynski. Pedro “Marmaja” Castillo llegó anunciando “no más pobres en un país rico”, prometiendo un programa agresivo en favor de los más pobres. Un gobierno revolucionario y social. El seguro que vieron muchos en él eran sus características de profesor de escuela, rondero; un hombre humilde del interior del país, alejado de las mañas capitalinas, de la criollada que muchos ven en los políticos de orden nacional y que ha generado cierto hastío y decepción.
Cuando Castillo deja ver ante el Perú entero que todo esto - simbolizado en el sombrero que cambia por una gorra- es una puesta en escena, una mentira, un embuste y que más bien estamos ante un arribista criollón que recibe proveedores con bolsas llenas y los despide con bolsas vacías a media noche, en ese instante su legitimidad estalló. Castillo no es un luchador social, es una farsa, una estafa política. Castillo es un ladrón, un delincuente común. Todas sus posibles movidas futuras estaban amarradas a su supuesta determinación por el cambio social, hoy aquello ya no es un argumento. Será en parte en lo que viene y dure un zombie político.
Su salida, que vendrá -aunque no necesariamente de manera inmediata- debe llevarnos a plantear desde la oposición democrática un “pacto de punto fijo”, una nuevo etapa de acuerdo nacional en la que determinemos algunas medidas de urgencia para arreglar el desastre institucional que padecemos y la resolución de algunos puntos ineludibles de la agenda social. Otro camino llevará a un desorden complejo y que no aliviará los grandes dolores de las mayorías nacionales.
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