Paro del transporte: un grito de auxilio contra la extorsión
Ayer, 26 de septiembre, Lima y Callao fueron testigos de un paro general de transportistas, un evento que paralizó gran parte del sistema de transporte urbano. Aunque para los ciudadanos este tipo de protesta resulta incómodo, el trasfondo es alarmante: la creciente ola de extorsiones y ataques contra los transportistas por parte del crimen organizado. Esta medida, aunque perjudica a la población, debe ser comprendida dentro del contexto de desesperación que viven conductores y cobradores, quienes arriesgan su vida cada día ante la inacción del Estado.
El crimen organizado ha encontrado en el sector del transporte urbano un blanco fácil. A diario, estos trabajadores enfrentan amenazas, agresiones e incluso la muerte. El reciente asesinato de un conductor en Los Olivos, quien fue acribillado por negarse a pagar el cupo exigido por extorsionadores, es solo uno de los tantos casos que reflejan la gravedad de la situación. ¿Qué más puede hacer un gremio que se siente abandonado por el Estado, cuando cada día sus vidas corren más riesgo?
En un país donde la delincuencia ha tomado control de varias zonas, y donde resulta casi imposible emprender un negocio sin ser víctima de extorsiones, la protesta se convierte en un mecanismo de supervivencia más que en una simple manifestación de inconformidad.
A pesar de los intentos del gobierno por abordar el problema, como el reciente anuncio del ministro del Interior sobre la creación de un equipo especial dedicado a combatir la extorsión, la respuesta de la ciudadanía ha sido de escepticismo. Después de meses de incapacidad para frenar la ola de violencia y de un gobierno más preocupado por sus propios enfrentamientos políticos y la consolidación de alianzas que por la seguridad del ciudadano de a pie, ¿quién podría confiar en que esta vez será diferente?
Pero el problema no se limita solo al Ejecutivo. El Legislativo también ha estado en la mira de la opinión pública por aprobar leyes que, según distintas denuncias, terminan beneficiando actividades ilegales o al propio crimen organizado. Las recientes modificaciones a las normas anticorrupción, la ley forestal que viene permitiendo la deforestación de la Amazonía y la flexibilización de otras regulaciones, como la modificación de la figura de la colaboración eficaz, han sido interpretadas por la población como una señal de que los intereses personales, e incluso perversos, se están colando en las decisiones políticas del país.
Es importante que, como ciudadanos, comprendamos que la protesta de los transportistas, aunque incómoda, es un mecanismo de participación democrática que permite visibilizar su problemática y poner el tema en agenda. No se trata de una acción caprichosa, sino de una medida extrema frente a un problema que pone en riesgo no solo sus vidas, sino la seguridad de todos.
Como ciudadanos de a pie, que utilizamos el transporte público día a día, debemos ser conscientes de que la lucha de los transportistas es también la nuestra. El crimen organizado se ha infiltrado en nuestra sociedad de una manera tan profunda que resulta urgente una respuesta estatal que no solo sea efectiva, sino también rápida.
Si bien la creación de un equipo especial puede parecer un paso en la dirección correcta, la realidad es que la confianza en el gobierno es tan baja que pocos creen que esto traerá cambios reales. Lo que necesitamos es una acción contundente, con resultados visibles, que devuelva la seguridad a nuestras calles y la confianza en nuestras autoridades.
Mientras tanto, la violencia continúa. Los transportistas, y los empresarios y emprendedores en general, seguirán enfrentándose a extorsiones, agresiones y asesinatos, y la ciudadanía seguirá sufriendo las consecuencias de un Estado que no está a la altura de las circunstancias.
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