Pandemia, tragedia, codicia y canallada
Repitámoslo como letanía de castigo. Los principales hospitales con que cuenta Lima, urbe con 10 millones de habitantes, son el Hospital Dos de Mayo, erigido en seis años siete meses, inaugurado el 28 de febrero 1875 cuando Lima frisaba solo con 110,000 habitantes; el Loayza, impulsado por el filántropo Augusto Pérez Araníbar, que arrancó a construirse en mayo de 1915 y apenas nueve años después, en diciembre 1924, fue inaugurado cuando Lima contaba con alrededor de 300,000 habitantes; y el Hospital del Empleado, que empezó a funcionar el 3 de noviembre 1958 cuando esta ciudad contaba con 840,000 pobladores. Lo demás son cuentos. Nosocomios como Hermilio Valdizán, Santa Rosa, Villa El Salvador, Cayetano Heredia, etc., no dan talla para comparárseles a los tres tradicionales hospitales que hemos citado. Aquello exhibe la medianía de los gobernantes que administraron este país a partir de la década de los sesenta. Ciertamente entonces, el Perú no contaba con recursos económicos como para abocarse a una construcción masiva de nosocomios de gran calado, y atender el exponencial crecimiento demográfico que desde 1975 empezó a adquirir Lima a partir de la reforma agraria, transformación que empobreciera al agro y consecuentemente a las actividades rurales, motivado a millones de familias campesinas a invadir Lima.
Sin embargo, a partir de 1993 conseguiríamos sacudirnos del lastre neosocialista que nos impusiera el golpe militar de Velasco, con la sanguinaria y pauperizadora secuela de muerte y destrucción de infraestructura que dejó el cuarto de siglo de terrorismo. Desde entonces el Perú adquirió un talante emprendedor jamás antes visto, privatizándose cientos de empresas públicas -que medraban del presupuesto por los despilfarros y compadrazgos que imponían los jerarcas de turno- y alentándose una multiplicación de inversiones mineras, agroindustriales, pesqueras, etc. El resultado fueron décadas de bonanza que, temerariamente, derrochamos en construir carreteras inútiles como la Interoceánica, que costó US$6,000 millones y sobre ella solo circulan treinta vehículos diariamente; el Metro de Lima, a un valor aproximado de US$ 10,000 millones y cuyo kilómetro lineal es el más caro del planeta; la inútil refinería Talara, que costará US$6,000 millones para procesar crudo de petróleo que importamos, porque acá no producimos; o esos US$1,500 millones quemados en organizar los Panamericanos para que PPK y Vizcarra hincharan el pechito, mientras la economía nacional ya se encontraba ralentizada por las demagógicas medidas que dispusiera el régimen del cleptómano Humala. Si hubiéramos invertido la mitad de esos US$23,000 en construir hospitales, escuelas y comisarías y en pagarle mejor a maestros, médicos y policías, hoy Perú habría sido un país envidiable. Pero la sinvergüencería de Toledo, Humala y Kuczynski frustraron un verdadero Proyecto País, dispendiando aquella acumulación de riqueza –que, por primera vez, lográramos a base de sacrificio, emprendimiento y gran perseverancia- en construir proyectos inservibles pagando coimas por multimillonarias obras sobrevaluadas.
La tragedia del Corvid-19 retrata la magnitud de semejante codicia y canallada de los citados presidentes, quienes traicionaron al Perú privilegiando sus intereses -y los de terceros- desdeñando las reales necesidades de los peruanos: hospitales, escuelas y seguridad ciudadana.