«Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre»
Queridos hermanos, estamos en el domingo XXIV del tiempo ordinario y celebramos la fiesta de la Santa Cruz.
La primera Palabra que nos da la Iglesia está tomada del libro de los Números. En ella se relata cómo el pueblo de Israel, impaciente en el desierto, habló mal contra Dios y contra Moisés.
Cuando murmuramos nos rompemos interiormente; eso mismo le sucedía al pueblo, y eso mismo nos sucede hoy en la sociedad: nos estamos corrompiendo por la murmuración. El pueblo decía: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos pan ni agua”.
Querían comodidad y no soportaban depender de Dios. En el fondo, habían expulsado a Dios de su vida. Entonces, dice la Escritura, el Señor envió serpientes venenosas que mordían a los israelitas, y muchos murieron.
¿Por qué permitió Dios esto? Para que se dieran cuenta de su pecado y de su destrucción. El hombre no puede soportar que Dios deje de ser Dios. Moisés intercede por el pueblo, que reconoce: “Hemos pecado contra el Señor y contra ti”. ¿Qué hace Dios? Le dice a Moisés: “Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte. Todo aquel que haya sido mordido y la mire quedará curado”.
Solo tenían que mirar. Este gesto simboliza la conversión: volver los ojos a Dios para salvarse. Nosotros también estamos rodeados de serpientes venenosas: idolatrías, murmuraciones, pecados que nos destruyen. La invitación de Dios sigue siendo la misma: mirar a Cristo elevado en la cruz para salvarnos.
Por eso cantamos el salmo 77: “No olvidéis las acciones del Señor”. El salmo recuerda cómo el pueblo murmuraba con su boca mientras su lengua mentía. Esto nos advierte: quien nos adula con palabras bonitas puede ser nuestro enemigo; solo la verdad de Dios salva.
La segunda Palabra, tomada de la carta a los Filipenses, nos muestra el camino de Cristo. Jesús, siendo de condición divina, se despojó, se humilló y tomó la condición de esclavo.
Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y muerte de cruz. ¿Por qué tenemos que acudir a Él? Porque Dios le ha dado el Nombre que está sobre todo nombre. “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”. Nombrar el Nombre de Jesús es invocar su poder y su presencia.
En el Evangelio, Jesús conversa con Nicodemo. Este hombre le pregunta cómo puede volver a nacer. Nosotros también, que hemos tocado el barro del pecado, nos preguntamos si es posible una vida nueva. Jesús responde: “Así como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.
Este es el centro de nuestra fe: mirar a Cristo crucificado, creer en Él y recibir la vida eterna. “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
Dios no nos envía a su Hijo para condenarnos, sino para salvarnos. Pero esta salvación requiere nuestra fe y nuestra conversión: mirar a Cristo, confiar en Él, dejar que Él nos libere de la hipocresía y de la mentira.
Después de las vacaciones, este es un buen momento para renovar nuestra confianza en el Señor. Él tiene poder sobre toda esclavitud y es capaz de darnos una vida nueva. La cruz, que hoy celebramos, no es signo de derrota, sino de victoria y de salvación. Que cada uno de nosotros pueda mirar al Crucificado, invocar su Nombre y acoger su gracia. Solo así podremos vencer las serpientes venenosas de nuestra vida y de nuestro mundo.
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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