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Monroy

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Fecha Publicación: 25/12/2022 - 01:20
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Como muchos, conocí y traté al embajador de México en el Perú Pablo Monroy cuya breve misión diplomática entre nosotros debe ser evaluada lejos de la lupa maniquea con la que se suele caricaturizar acciones y personas. Sobre todo, si es árbol caído sea por el motivo que fuere. Y lo digo con la autoridad moral de haber usado esta tribuna contra la organización criminal encabezada por Pedro Castillo y repudiar en todos los tonos la iniciativa del abominable Andrés Manuel López Obrador de proteger a tamaño delincuente.

Monroy –lo afirman diferentes círculos nacionales, extranjeros y en particular mexicanos residentes en nuestro país, incluyendo los empresariales– venía cumpliendo una tarea meritoria y entusiasta, abarcando no solo la rica agenda comercial y cultural que desde siempre ha caracterizado la relación de dos cunas civilizadoras de esta parte del hemisferio, sino ampliándola a rubros de cooperación efectiva en los campos de la educación, la sanidad y otros que había dejado encaminados su también eficiente antecesor, Víctor Hugo Morales.

En lo que a mí respecta, buscó y escuchó mis opiniones políticas con absoluta amplitud (no era difícil detectar su tendencia de izquierda que, sin embargo, reservaba en cada conversación), me facilitó el número de su celular para remitirle estas columnas de EXPRESO (las cuales agradeció cortésmente en cada oportunidad) y a su vez me enviaba notas sobre sus actividades. Lo vi por última vez el 5 de noviembre en el Hay Festival de Arequipa donde departimos con amigos comunes.

Todo este cuadro positivo se alteró súbitamente cuando el país entero vio a Monroy inmiscuyéndose en los procedimientos policiales y fiscales que impusieron restricciones a Castillo por el intento de golpe de estado. Pero, como se sabe, los embajadores no actúan motu propio sino por instrucciones de su gobierno. Pasaron muy pocas horas para confirmar ese 7 de diciembre que López Obrador y su canciller Marcelo Ebrard ordenaban a Monroy el nefasto trámite de abogar por el gangster Castillo, lo cual el embajador ejecutó sin chistar y volcando su reconocida eficacia a esa deplorable causa.

Fracasado ese intento, la mira fue puesta en la familia del golpista, lográndose el asilo en México para la esposa Lilia Paredes (sindicada con amplios elementos de juicio como parte de la misma organización criminal) y sus dos menores hijos. La flexibilidad judicial y política dieron cauce al pedido, pero le costó a Monroy el membrete de persona no grata (en realidad, extensiva a los desquiciados López Obrador y Ebrard) y la expulsión del país dispuesta por el gobierno legítimo de Dina Boluarte.

Creo que la historia dejará al diplomático Monroy en el limbo del deshonroso encargo cumplido para favorecer a Castillo (sobre todo, cuando la justicia ratifique todas sus trapacerías) y el acto humanitario de proteger a los vástagos, aunque mediando la fuga de la imputada Paredes. Quizás el político Monroy, dueño de un currículum académico muy sólido, corra otra suerte en su tierra natal. Pero la sombra de subordinarse al diktat del enajenado López Obrador lo perseguirá toda la vida.

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