Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y…
Tengo siempre presentes las claras y definitorias palabras de Jesús recogidas en los evangelios de San Lucas (17, 2) y de San Mateo (18, 2-6) y que expresan la sanción extrema del Hijo de Dios a quien escandalizara a un niño. Sin duda, tan severas palabras son aplicables, propia aunque no únicamente, a los casos de agresión sexual a menores, supuesto al que abogué se aplique la pena de muerte al culpable hasta que, en obediencia a la propia Iglesia Católica, hoy apoyo que tal pena debe evitarse.
Dicho esto, y tomando como referencia la infame campaña acusatoria lanzada contra monseñor Juan Luis Cipriani, considero pertinente resaltar que en ningún caso el horror de los crímenes contra los menores justifica negar las necesarias condiciones que deben cumplirse para concluir en la culpabilidad de alguien. Ello a fin de evitar no solo la injusticia particular, sino la degradación de los otros seres humanos que, por oficio o por simple pertenencia a la sociedad, deben tomar decisión o formarse una opinión sobre el caso concreto.
En modo alguno basta que se produzca la atribución de inconducta para que el señalado sea dilapidado o vea destruida su presunción de inocencia, su honra y hasta su vida profesional. Lamentablemente, en las últimas décadas se ha hecho costumbre usar y, en no pocos casos, generar denuncias de agresión a menores, así como también a mujeres, como un mecanismo para perseguir y cancelar a quienes piensan y actúan distinto, sobre todo en el campo político y religioso.
Para ello, se crean o usan denuncias la mayoría de veces anónimas, bajo el argumento de “no revictimizar” a quien fue agredido. Argumento que, creo, resultaría válido si la agresión fuera reciente, pero en modo alguno cuando se denuncian hechos de décadas atrás y es obvio que hoy existen mayores y mejores mecanismos de protección. Peor aún, se pretende dar por ciertos los hechos atribuidos sin la mínima verificación o consistencia con la realidad del momento en que supuestamente sucedieron. Es decir, se condena sin debido proceso ni prueba.
En este contexto, cabe recordar aquella otra enseñanza bíblica (Mateo 7,12) referida a no hacer a los demás aquello que no se quiera que ellos hagan con uno. Ahora se acusa a monseñor Cipriani, ¿mañana se acusará igualmente al Papa Francisco, al inexplicable cardenal peruano Castillo? ¿Habría que presumir también su culpabilidad? No olvidar que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz (Lucas, 16, 8).
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