Más allá de la independencia del Perú
“¡Independencia o muerte!”, se exclamaba en plazas públicas durante la gesta emancipadora del Perú, mientras los criollos —esos eternos sobrevivientes del sistema— se acomodaban para seguir en el poder, solo que ahora sin rey. El 28 de julio de 1821, don José de San Martín proclamaba la independencia del Perú y dio origen a una nueva república, que fue una suerte de Tahuantinsuyo en versión criolla, donde cada región, al menor descuido, pensó en separarse de la nación recién nacida.
Mientras el Perú intentaba consolidarse como Estado, varias regiones no querían ser parte de él. Teníamos estatutos, pero no autoridad; himno, pero no cohesión; normas, pero nadie que las hiciera cumplir. El Perú fue concebido como una república unitaria, y así lo dice la Constitución de 1823 en su artículo 1: “El gobierno del Perú es popular y representativo. Su sistema es republicano”. Sin embargo, no todos aceptaron ese modelo.
Loreto, esa región tan rica como olvidada, decidió en 1896 crear la “República Federal de Loreto”. Se cansó de que Lima la gobernara como un apéndice lejano e ignoto. Su intento de independencia duró poco, pero dejó un mensaje claro: si no hay Estado unitario real, cada uno hará el suyo.
Tampoco fue la única. La siempre altiva Arequipa fue capital de repúblicas paralelas en al menos tres ocasiones: 1834, 1856 y 1867. La narrativa era similar: “Lima ha perdido el rumbo, y alguien debe corregirlo”. Así, los arequipeños proclamaron, por ejemplo, la legalidad de Ramón Castilla frente a los abusos de Vivanco. No se trataba de secesión geográfica, sino legal. La “Ciudad Blanca” no quería irse del Perú; quería un Perú correcto.
Diversos autores han señalado que el centralismo limeño ha sido una piedra en el zapato para el desarrollo nacional. Mientras Lima concentraba poder y recursos, las regiones acumulaban resentimientos. Por eso, ya en el siglo XX, surgieron propuestas de “distribución equitativa de recursos”, “autonomías regionales” e incluso ideas de “regiones macroeconómicas” autosostenibles, ajenas al presupuesto estatal.
El sarcasmo es inevitable cuando el Estado recuerda a Loreto solo para hablar del caucho, el narcotráfico o la deforestación; o a Arequipa, solo cuando hay bloqueos con sillar. El principio de descentralización efectiva queda, muchas veces, solo en los discursos de Fiestas Patrias.
Las propias leyes del Estado han sido usadas como armas para desobedecerlo. Los juristas peruanos entienden el “acto de desacato” como infracción a la autoridad. Pero ¿y si esa autoridad no cumple su parte del contrato social? Jean-Jacques Rousseau señaló que el poder reside en el pueblo y que el Estado solo lo administra con legitimidad si actúa en su beneficio. De lo contrario, la rebelión es legítima.
Loreto y Arequipa no fueron regiones desobedientes, sino fieles al contrato original. El Perú se proclamó independiente en 1821, pero aún hay regiones esperando ser reconocidas. Como dijo Arguedas: “El Perú es un país de todas las sangres, pero aún no de todos los derechos”.
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