Maruja y Pablo
Las horas se fueron suaves como el gin, el ají de gallina y el recuerdo de esa tarde que ya no recordaba. Tarde para encontrar esa puerta que con la sensatez del contrapaso y sus vaivenes vieneses abría paso, todo el paso. También fue tarde para no olvidar, en el tercer cajón de la izquierda, el sobre con las fotos del bisabuelo con su aire de germano interruptus y el papel, no tan arrugado y bien doblado, con las cuatro listas de las últimas voluntades de quienes creíamos podrían alcanzar a tenerlas hasta poco antes que reciban las informaciones de circunstancias tan dolorosas. Ventajosas, para quien sabe que estos son momentos para con desenfadada prudencia, crecer, colocando en las más seguras burbujas sin interés y en alza comerciable un 35 del bolo comisionado para enlaces de posible renta mayor.
Lo escuchaban, sabían que el hablador era experto en predicciones y a posteriori. Pero, triste, no sabían qué era ahora que ya no era perto.
Un giro con gracia normanda sobre las mantas de lana gruesa rojo naranja Amantani fue suficiente para que la sesión, ya convocada, fuese inmediatamente suspendida y re programada por Cambio de Sistemas.
Nueva escena. El brillo seco de la gran mesa de muy antigua existencia, me da ese click para imaginar con el orden del desorden ponerle lo que uno pudiera creer le ponían encima cuando, a las justas, recién era la nueva mesa de la mamá de la bisabuela y ya era tamaño tarugo en la primera sala del pasadizo donde tenían arrimado el ostentoso reclinatorio regalo de la señora de Largamira y Cerca, las sillas Primeros Años, la guitarra y el arcón lleno con papeles de don Ildefonso del Monte y Prieto, que nadie sabía po qué “diuna no luabrían pa sacudise de tar cargando con el bulto que nuabia hechotra cosa questorbar alora de cruzar los bajonales de Torre Alta onde cambiamos guardia” y nos bañamos después de tantos días de marcha sin descanso bajo sol y luna, con esas pegajosas neblinas que parecían asociarse con el no poder encontrar rápida ubicación para la gran mesa que ya estaba recibiendo los más recientes hallazgos desempolvados en Templo Nuevo y que terminarían en el salón verde de don Baltazar, la salita tocador de Doña Amalia, en el pasadizo sobre la tercera consola, la enorme, la del mármol chocolate, la que tenía una pata rota y acomodada con pedazos de tubería aguantada con cámara de bicicleta. Igualito como hacen cuando les llevan espaldares y brazuelos Tercer Imperio que siguen recogiendo interés de igualmente viejos decoradores y nuevos compradores ricos, con pocos y cautos desplazamientos momentáneos mientras empalman de segundos jefes y primeras secretarias en el ala noroeste.
Ahora, tengo que regresar a lo que había venido, Pablo y Maruja. Después de no vernos desde el siglo XX no ibamos a esperar el XXII para un muy buen re encuentro como este. Cómodo, gracioso y despercudido. Muy amigo con el Giacometti y el Sabogal.
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