Machu Picchu es el síntoma de que falta política cultural
En el Perú, la cultura sigue tratándose como adorno, cuando en realidad es un motor de desarrollo y un derecho. Por eso, la participación en la vida cultural es, en sí misma, un mecanismo democrático que brinda oportunidades a la población y al país.
Desde este punto de vista, Machu Picchu ha sido, por décadas, el principal baluarte de lo que es la cultura peruana para el mundo. Que hoy se vea amenazada por descuido institucional e instrumentalización del espacio para fines inmediatos, cuando lo que representa —al ser una de las siete maravillas del mundo— es un activo de valor incalculable a lo largo del tiempo, revela la fragilidad de nuestra política cultural.
Lo que sucede en Machu Picchu no es un hecho aislado. Es apenas la punta del iceberg de un problema más profundo: la desatención sistemática de nuestro patrimonio. Según cifras oficiales, en el país se tienen registrados cerca de 20 000 sitios arqueológicos, pero apenas 89 han sido puestos en valor; de estos, 87 están abiertos al público y solo 16 cuentan con museos de sitio. La mayoría permanece invisibilizada, sin recursos ni planes sostenidos de conservación.
Esta carencia no solo compromete nuestra memoria histórica, sino que limita cualquier proyecto real de desarrollo basado en la cultura. La reciente crisis en Lima confirma este patrón. A pocos metros de Palacio de Gobierno, la Municipalidad de Lima venía ejecutando excavaciones arqueológicas para rescatar hitos fundamentales de la configuración original de la capital: el Arco del Puente y el Molino de Aliaga. Ambas intervenciones buscaban restituir parte de la memoria arquitectónica limeña y fortalecer un circuito cultural con potencial turístico y económico. Sin embargo, a pedido de la Presidencia, el Ministerio de Cultura retiró su respaldo y el proyecto quedó detenido.
Del mismo modo que en Machu Picchu, aquí también un interés coyuntural desbarata años de planificación y evidencia la precariedad institucional de nuestra política cultural. Este abandono no es solo responsabilidad de las autoridades. La población, que debería sentirse depositaria y protectora de su patrimonio, muchas veces se mantiene al margen.
La cultura no es un lujo ni un adorno: es un activo capaz de generar empleo, cohesión social y proyección internacional. Otros países entendieron hace décadas que el patrimonio no es gasto, sino inversión. México, Egipto o Francia han hecho del patrimonio una industria cultural sostenible. Nosotros, en cambio, seguimos tratando nuestro legado con desdén y fragmentación.
De cara a las elecciones de 2026, es fundamental que los planes de gobierno aborden cómo se fortalecerán los espacios de participación cultural. Si lo más reconocido que tiene el Perú, Machu Picchu, está en riesgo de perder su estatus de maravilla del mundo, ¿qué podemos esperar de los otros miles de sitios menos conocidos?
La solución pasa por una política cultural sostenida que articule tres ejes: protección del patrimonio, desarrollo local y participación ciudadana. La cultura no puede ser el “último capítulo” de un plan de gobierno: debe ser un eje transversal.
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