Lo provocativo de la falacia
Las falacias, esas construcciones argumentativas que aparentan ser válidas pero que en el fondo carecen de lógica, ocupan un lugar relevante en el ámbito jurídico. Desde los juicios en la Antigua Grecia hasta las modernas discusiones legales, las falacias han sido utilizadas para persuadir, confundir y, en algunos casos, manipular decisiones. En este artículo, exploraremos el concepto de falacia, sus orígenes históricos, sus principales clasificaciones y su impacto en el derecho y la sociedad, aportando ejemplos concretos y casos emblemáticos.
El término falacia proviene del latín fallacia, que significa engaño o truco. Aristóteles, en su obra Refutaciones sofísticas (c. 350 a. C.), identificó y clasificó varios tipos de falacias y consideró que eran herramientas de los sofistas para ganar debates sin recurrir a la verdad.
En el Medioevo, el estudio de las falacias se incorporó en la lógica formal y fue conocido como la “lógica escolástica”. El monje Pedro Abelardo y Santo Tomás de Aquino profundizaron en la naturaleza del razonamiento erróneo en su contexto teológico y jurídico. A ellos les estamos agradecidos porque nos dieron las bases del análisis crítico en los debates legales.
Podemos definir a la falacia como un razonamiento defectuoso que aparenta ser válido. Esto se debe a un error lógico, una manipulación del lenguaje o una apelación emocional indebida. En el derecho, las falacias suelen presentarse en diversos ámbitos: judiciales, legislativos y de negocios; y suelen influir en la toma de decisiones u obtención de resultados.
En nuestro derecho contemporáneo, identificar falacias es una habilidad retórica esencial para proteger la imparcialidad y la justicia, así como para segregar lo válido de lo aparente. Tal como nos indica Walton (2008), en Informal Logic: A Pragmatic Approach, el análisis de las falacias es esencial para desmantelar argumentos que, aunque persuasivos, carecen de sustento lógico.
Las falacias son de varios tipos, siendo las más utilizadas las siguientes: (i) de relevancia, que introducen elementos ajenos al tema para desviar la atención o manipular las emociones. El caso claro es la ad hominem, donde se ataca a la persona en lugar del argumento, o la ad verecundiam, o falacia de autoridad; (ii) de generalización apresurada, cuando se extraen conclusiones generales a partir de casos aislados, lo que lleva a prejuicios y decisiones injustas; (iii) de causalidad falsa (post hoc), cuando se asume que una relación temporal implica una relación causal. Esta es utilizada en procesos judiciales para establecer responsabilidades sin pruebas suficientes; (iv) de apelación emocional, cuando se recurre a sentimientos como el miedo, la compasión o la indignación en lugar de proporcionar pruebas racionales; (v) de ambigüedad, que utiliza términos ambiguos o vagos para confundir o manipular, lo que genera diversas interpretaciones de normas o contratos, como, por ejemplo, “plazo razonable”.
El uso de las falacias genera un impacto significativo, usualmente negativo, en la percepción de la justicia y la equidad. Erosionan la confianza y credibilidad en las instituciones, sesgan las decisiones y perpetúan estereotipos o prejuicios personales y sociales.
Como nos indicó el maestro Francisco García Calderón, en su obra La sociedad y el derecho (1920), la justicia no es solo un ideal, sino un arte que exige discernir entre lo aparente y lo verdadero. Recordemos el ideal de contar con un derecho más justo, equitativo y nada falaz.
César Alfredo Montes de Oca Dibán
Abogado, docente universitario, consultor legal
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