La Traviata peruana: el nuevo cuarto acto
La Traviata de Giuseppe Verdi se estrenó en 1853. Esta ópera narra la vida de Violetta Valéry, cortesana que oscila entre la pasión y el sacrificio, hasta ser absorbida por la hipocresía social y la tuberculosis decimonónica. Algo así ocurre con el Perú, atrapado entre el deseo de ser república moderna y la costumbre de confiar en el azar y la improvisación.
Verdi se inspiró en La dama de las camelias de Alejandro Dumas (1848). En esa historia, lo que se castiga no es el amor, sino la osadía de desafiar lo usual o las convenciones sociales. Y aquí aparece nuestro país que, en 1821, declaró solemnemente su independencia y, dos siglos después, sigue pidiendo “permiso” u “obedeciendo” a entidades externas para existir con dignidad. La república peruana, cual Violetta, nació con entusiasmo, pero condenada por los prejuicios de su entorno.
La Constitución de Cádiz de 1812, conocida como “La Pepa” porque fue aprobada el 19 de marzo, día de San José, contuvo un “juramento liberal” que duró brevemente en tierras hispánicas e inoculó la idea de ciudadanía. Sin embargo, en el Perú, como advierte Jorge Basadre en Historia de la República del Perú (1968), el problema nunca fue fundar instituciones, sino lograr que funcionaran. Es decir, un libreto escrito con partitura y sin orquesta afinada.
En la ópera, Violetta canta el célebre brindis Libiamo ne’ lieti calici (“bebamos de las copas alegres”). En el Perú, nuestros políticos entonan sus propias arias en cada campaña, prometiendo redención nacional y transparencia. El problema es que, tras el intermedio, el libreto cambia. El aria de amor se convierte en recitativo procesal. El lawfare entra en escena: habeas corpus, acusaciones fiscales, pedidos de asilo, cuestiones de confianza. Si Verdi hubiese sido peruano, su ópera tendría un cuarto acto: “Investigación preliminar”.
La doctrina jurídica sobre legitimidad enseña que no basta la legalidad: se requiere aceptación social. Max Weber lo resumió en Economía y sociedad (1922): la autoridad se sostiene por la norma y la creencia en su cumplimiento. En el Perú es al revés: obedecemos por resignación, sin convicción. Nuestra Violetta republicana siempre promete regeneración, da aliento y termina tosiendo en el escenario del Congreso.
Traviata significa “extraviada” y Verdi no lo escogió al azar: Violetta es rechazada por lo que representa. El Perú, a lo largo de su historia, ha sido también la traviata de Sudamérica: exhibe riquezas naturales —minerales, hidrocarburos, flora, fauna, diversidad cultural, productos agrícolas, gastronomía e incluso un Nobel—, pero mantiene gran incapacidad institucional.
Recordemos los grandes actos de corrupción, cuando los protagonistas negaban conocer al director de la orquesta, hasta que las agendas, los estados de cuenta y otros cortesanos hicieron su aparición. O el acto que incluye a todos los expresidentes desfilando por tribunales. El impacto social es devastador: normalizamos el descrédito, aceptamos que la corrupción sea un bis obligado y creemos que la informalidad o el desorden son parte de nuestra identidad.
El derecho, dicen, es el arte de lo justo y lo bueno. En el Perú parece, más bien, el arte de la excepción y la prórroga: “hecha la ley, hecha la trampa”. La traviata peruana ha pasado por ensayos constitucionales, como si cada generación quisiera reescribir el libreto para justificar su propia partitura. Lo más resaltante es que ninguna ha resuelto la tensión entre la letra y la práctica, lo que se dice y lo que se hace.
Como hemos señalado antes, nuestro derecho vive atrapado entre la solemnidad normativa y el pragmatismo criollo. Cada episodio muestra cómo el Perú, como Violetta, oscila entre la ilusión y la tragedia. Si algo enseña esta obra es que la sociedad castiga a quien desafía su hipocresía. El Perú, en cambio, premia a sus “extraviados”: políticos con prontuario, empresarios que normalizan actos impropios, universidades de garaje que regalan títulos. Mientras tanto, los mortales seguimos pagando la entrada, esperando que el próximo acto no sea tan desafinado o, más bien, desatinado.
(*) Abogado, docente universitario, consultor legal
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