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La tragicomedia humana

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Fecha Publicación: 18/05/2021 - 21:40
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El anciano de La Piel de Zapa, esa magistral tragicomedia humana de Balzac, dice: “El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia: querer y poder. Por eso yo he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive hasta el final.” Luego le entrega el joven atormentado que lo escucha la piel de zapa y añade: “En este pedazo de piel, se encuentran reunidos el «poder» y el «querer». En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer.” Y añade: “Querer nos quema, poder nos destruye, sólo saber deja nuestra débil organización en perpetuo estado de calma”.
Está claro que la piel de zapa es un talismán, un amuleto de la buena suerte y de la mejor vida. En todo nuestro discurrir por el pequeño o vasto mundo, nos ofrecerán y ofreceremos muchos amuletos, muchas pieles de zapa para escapar de la muerte y la tristeza, para retener un amor u olvidar otro, para atraer la fortuna o espantar el mal agüero de la perplejidad y del escepticismo. Pobres talismanes que pasan de mano en mano alumbrando una ilusión, una esperanza. Amuletos de oro o de pacotilla, qué más da, cumplen su papel en los brazos y en las carteras de las gentes que los hacen suyos pese a que para nada sirven y que al cabo de los años pierden su brillo, su significado y todo y se convierten en baratijas del olvido.
Querer nos quema, sin duda. La vida de cualquiera lo demuestra con creces, pero todo lo que incendia el amor de alguna infinita manera no se apaga y luce y reluce para consuelo de los pirómanos de los sueños y los sentimientos. Alguien que se peinaba como Cleopatra me preguntó una vez: ¿vivir o arder? Sin esperar mi respuesta contestó: arder. Y a los pocos meses se perdió entre el humo y los escombros.
Poder nos destruye, quién lo duda. Cuántas lealtades se han roto en su maldito nombre. Cuántos jóvenes han envejecido prematuramente asfixiados por ese humo que es más penetrante que el opio. Cuántos viejos han sucumbido a su abrasador encanto, creyendo que ese talismán de trapo los abrigaría para siempre de la soledad, pero a cambio de entregar a sus amigos, de rendir su coraje, de pisar la alfombra roja que más temprano que tarde se hace trizas.
Inmanuel Kant vivió 79 años y nunca salió de su pueblo natal. Sapere aude, Atrévete a pensar, dijo. Y pensó. Obsesionado por la razón pura le levantó un altar y desde él predicaba a diario su verdad aunque nadie, eventualmente, la oyera. ¿Qué es más profundo que la ciencia y más poderoso que el arte? Varios filósofos habían ya respondido: el amor. El respondió plena e íntegramente: el deber. Hacia el atardecer y luego de una frugal comida, salía a caminar por algunas calles de Konigsberg que ahora son famosas. Todos los días y a la misma hora las ocho vueltas de rigor que fueron su único paseo por el mundo. Murió de viejo, ciego y casi sordo, con la memoria aniquilada pero leal a todos los que quiso y lo quisieron y a todo lo que creyó.

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