La reverencia del principio de autoridad
Entre normas, emociones, caos y argumentos irreverentes, vemos que respetar la autoridad es una virtud… siempre y cuando no sea adversa a nuestros intereses. Es decir, cuando el respeto se da por conveniencia. Por eso hacemos una toma legal al principio de autoridad, en tanto este vincula los deberes de obediencia y respeto hacia quienes ejercen funciones públicas en nombre del Estado. Así lo indicó Hobbes: el Leviatán debía ser temido para garantizar el orden (Hobbes, 1651).
En nuestras tierras conquistadas, el principio fue más decorativo que efectivo: el virrey representaba al rey de España, pero no podía cruzar los Andes sin permiso del cacique local. ¿Dos autoridades o dos competencias? Parece que sí, como ocurre hoy entre el derecho nacional y el derecho comunal.
Durante la República, el principio otorgó jerarquía, aunque sin legitimidad. Las normas lo invocaban, los gobernantes lo citaban y los ciudadanos lo ignoraban. El derecho público incluyó términos como “delito contra la autoridad” o “resistencia a la autoridad”, que en muchos casos equivalían a no hacer reverencia.
En teoría, el principio de autoridad sostiene el funcionamiento de las instituciones públicas y garantiza el respeto a las normas. En la práctica, aterrizando en el Perú, se traduce en autoritarismo o clientelismo, según convenga. Hannah Arendt, en Entre el pasado y el futuro (1961), diferenciaba entre autoridad legítima y poder arbitrario, y advertía que la autoridad basada en el miedo es inestable. La estabilidad requiere respeto, y eso otorga legitimidad.
Pero en el Perú, el miedo parece argumento válido para legislar, ordenar y reprimir. Ante conflictos sociales —especialmente en torno al aprovechamiento de recursos naturales— el principio suele invocarse para justificar el uso de la fuerza. Se resume en una frase: “si te opones al Estado, estás en su contra”.
Este problema no es solo jurídico, es cultural. Como indicó el profesor César Landa en Derecho Constitucional (2013), el Perú siempre ha tenido una deslegitimación estructural del poder. Tenemos muchas normas, pero su aplicación depende del estado de ánimo o de la conveniencia de quien las invoca.
Lo irónico es que muchas autoridades usan el principio para “protegerse” de la ley: policías que no se identifican ni respetan normas, alcaldes que no rinden cuentas, ministros o fiscales que desobedecen sentencias, o congresistas que creen que ser investigados vulnera su “inmunidad”.
Así, el principio de autoridad muta: deja de ser garante de orden para volverse sinónimo de impunidad. La autoridad legítima se construye con base en valores, principios y cumplimiento de la ley, como recuerda Luigi Ferrajoli en Principia Iuris (2007): “la fuerza del derecho no reside en la amenaza, sino en su capacidad de vincular a todos, incluso a quienes gobiernan”.
Donde el derecho se convierte en arma del poderoso, el principio de autoridad deja de ser virtud para convertirse en síntoma de miedo.
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