La princesa de palacio
Muchas veces se ha dicho que la política peruana se asemeja a un circo, con sus payasos, animales, equilibristas, dueños y espectadores. Sin embargo, creemos que se parece más a una ópera... pero no a una bella y trágica, sino a Turandot, la obra inconclusa de Puccini, con princesas vengativas, pretendientes decapitados, cortesanos serviles y un pueblo sometido al capricho del poder.
La protagonista de Turandot es una princesa encerrada en palacio que impone enigmas mortales a quienes se atreven a cortejarla. Si fallan, son decapitados. ¿Nos resulta familiar?
En nuestra tragicomedia política, la princesa ha llegado al trono sin ser elegida —gracias al artículo 115 de la Constitución— y desde entonces impone su voluntad con una frialdad digna de Puccini. Asumió la presidencia tras la vacancia de Pedro Castillo en diciembre de 2022. Sabemos que la sucesión fue legal, pero carecía de legitimidad. Al estilo Turandot, llegó sin amor del pueblo, respaldada por el Congreso más impopular de nuestra historia y con la espada de las Fuerzas Armadas afilada como la del verdugo imperial.
En solo tres meses, más de 60 personas murieron durante protestas, según la Defensoría del Pueblo. El poder, como en la ópera, se ejerce sin autocrítica, sin empatía y —lo más grave— sin consecuencias judiciales. La ley, cuando no es justa ni se aplica por igual, se convierte en cómplice.
¿Qué clase de Estado de derecho permite que la represión quede impune mientras se criminaliza a quienes piden elecciones? Desde Hans Kelsen hasta Gustav Radbruch, el derecho se ha debatido entre legalidad y legitimidad. En el Perú optamos por la legalidad cuando conviene y por el olvido cuando incomoda. Como afirma el constitucionalista César Landa, vivimos una “normalización del autoritarismo con ropaje constitucional”: pura legalidad sin legitimidad.
La represión y criminalización de la protesta muestran que el derecho penal ha sido instrumentalizado. Como en Turandot, la disidencia se castiga con decapitación, literal, legal o simbólica.
Mientras tanto, el Congreso representa su propia ópera bufa: nombra a un Defensor del Pueblo a medida, captura instituciones, distorsiona el Tribunal Constitucional, legisla reformas para perpetuar privilegios, interviene en la Junta Nacional de Justicia y amenaza al Poder Judicial y al Ministerio Público. Todo con un entusiasmo digno de Puccini.
¿Y qué papel juega la educación legal en este panorama? ¿Formamos ciudadanos o cortesanos? ¿Enseñamos a pensar o a obedecer? “El derecho, sin garantías, es solo una técnica de poder”, decía Ferrajoli. En el Perú, es una partitura desafinada donde la justicia suena solo para los áulicos. Pero el pueblo —como el coro de la ópera— empieza a clamar orden.
El telón aún no cae. No estamos condenados a repetir el libreto. Podemos cambiar el final: uno donde el derecho deje de ser ópera cortesana y se vuelva partitura ciudadana.
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