La masacre silenciada
El 25 de abril, las familias de 13 trabajadores de la mina de oro de Pataz, una zona eminentemente minera del departamento de La Libertad, denunciaron su desaparición ante las autoridades y los medios de comunicación. La constante: el silencio de Poderosa y la Policía, quienes, según familiares de las víctimas, hasta hace unos pocos días, dudaban de la veracidad de las peticiones de ayuda.
Días después, y ante la insistencia de los allegados de los trabajadores, el presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, puso en duda la hipótesis de que los hombres estuviesen secuestrados, debido a que el Gobierno ya había lanzado un operativo para investigar y, según el primer ministro, no se había encontrado nada.
“Nuestros órganos y cuerpos de seguridad han estado actuando en Pataz y no tienen noticias de que el suceso que se informó sea veraz. No hay ninguna denuncia hasta el momento”, expresó Adrianzén, que fue secundado por las autoridades policiales de Pataz.
Sin embargo, el 2 de mayo, la mina Poderosa confirmó que los trabajadores habían sido secuestrados. En un comunicado, la empresa minera reveló que se trataba de guardias de seguridad que trabajaban junto con un minero artesanal, con el que el gigante peruano tiene un contrato de colaboración en la extracción.
Días después, los cuerpos de los trabajadores aparecieron: desnudos, maniatados… ejecutados.
¿Y qué hizo el Estado? Dudó. Desconfió. Calló.
Desde 2020, ya son 39 los trabajadores asesinados en La Poderosa. Torres voladas, concesiones invadidas, amenazas constantes. El Gobierno (antes: gobierno) declaró el estado de emergencia, envió policías. Pero nada cambió.
¿Quién manda en Pataz? No es el Estado.
Son Los Pulpos, el Tren de Aragua y otras mafias armadas hasta los dientes, que controlan túneles, extorsionan y asesinan con impunidad.
La minería ilegal mueve más de 6 mil millones de dólares al año. Más que el narcotráfico. Y lo hace bajo la sombra de REINFO, un sistema que debía formalizar, pero terminó protegiendo a criminales.
Los familiares de las víctimas claman justicia. Las organizaciones de derechos humanos denuncian la indiferencia del Estado. La Defensoría pide acción. Pero las respuestas no llegan.
Esto no es solo un problema de seguridad. Es una crisis humanitaria. La tragedia de La Poderosa es la historia repetida de un país donde la riqueza se vuelve maldición.
Si el Gobierno (antes: gobierno) no recupera el control, si la sociedad no reacciona, seguiremos contando muertos.
Porque esto ya no es una advertencia. Es una masacre anunciada.
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