La magia y la realidad
La magia y la realidad son aparentemente contrapuestos; casi podríamos decir que están a una distancia infinita. Sin embargo, todos sabemos que la fantasía —uno de los varios nombres de la magia— tiene los mismos límites de la realidad, que no tiene límites. En el transcurso de cualquier vida, los momentos mágicos se suceden sin fin. Así, un hombre o una mujer los sienten, pero el parapeto de la realidad los confina, y entonces renuncian o se distancian de ellos sin remedio.
Buscamos la felicidad, uno de cuyos atributos es la plenitud. Podemos sentirla al cruzar una calle –como dice Borges–, al percibir una ráfaga inexplicable de dicha. Puede darse al ojear la página de un libro, al escuchar una guitarra o un violín, al mirar dormir a la mujer amada, al hacer cosas que, sin saber, transformamos en un sueño cuyo escenario es el eterno paraíso.
La magia de la vida –si es que tiene alguna– se reduce a momentos de plenitud. El ser, acosado por tantas incertidumbres e insuficiencias, se alza sobre el polvo que es para tocar, aunque sea por un instante, el cielo. En esos instantes somos como el armiño que –arrinconado contra el barro por su depredador– prefiere morir antes que ensuciarse.
Hay quienes perdieron una magia en el momento en que más la necesitaban. Acostumbrados a las trampas y a los recovecos de la realidad, se habían aferrado a una magia de plenilunio, y en ella agotaban su sencilla vida. Iban y venían con esfuerzo, pero con fe. Soñaban que todo era diferente, y aunque no lo era, lo parecía en instantes en que ellos vivían en ese trance.
Esa magia tenía un nombre que el amor grabó en algún instante. En ciertas épocas, parecía una alucinación que se les presentaba de improviso. En otras, simulaba ser el sueño de una noche que volvía a soñarse una y otra vez hasta no poder distinguir el sueño de la vigilia. Sabían esos quienes que la plenitud los cercaba y un día se entregaron a ella sin contemplaciones. Entonces, la sintieron venir como una yegua galopando. Se tendieron en la hierba y la llamaron por su nombre repetidamente. Ella les contestó, y fue como el coro jubilar de una iglesia ortodoxa. La plenitud estaba allí, y por cierto, también la esquiva felicidad.
Debería durar mucho, pensaban ellos, pero pronto esa magia desapareció. Absortos y vacilantes, querían recrearla, pero ninguno pudo. La mujer no estaba, la vida no estaba, el mundo no estaba. Entonces, no les quedó más remedio a ellos –entre los que había algunos que despreciaban las lágrimas– que derrumbarse esa noche sobre su cama y llorar.
Jorge.alania@gmail.com
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