La juventud no dura para siempre: el bono demográfico
El Perú todavía presume de juventud. La edad promedio apenas bordea los 31 años. En nuestras calles y universidades abundan muchachos con energía, ideas frescas y hambre de futuro. Esa es, por ahora, nuestra gran ventaja frente a países como España o Japón, donde la mayoría de la población ya está jubilada o a punto de estarlo. Pero la ventaja no es eterna. El famoso bono demográfico —ese periodo en el que hay más personas en edad de trabajar que dependientes, sean niños o adultos mayores— se acaba en 2045. Y cuando se termina, no hay retorno posible.
El INEI ya encendió la alarma: para 2040, por primera vez en nuestra historia, habrá más adultos mayores que niños. Más abuelos que nietos. Allí empezarán las cuentas difíciles, porque seguimos dejando que nuestra juventud malgaste su tiempo entre la informalidad, los empleos precarios y las promesas incumplidas de un país que nunca les da el lugar que merecen.
¿Qué significa exactamente este bono? Es la etapa en la que la mayoría de la población produce, paga impuestos y sostiene el sistema, mientras que una minoría depende de esos recursos. En palabras simples, es una ventana de oportunidad única: más trabajadores activos implican mayor capacidad de crecimiento, ahorro e inversión en educación, infraestructura y salud.
El problema es que esa ventana no se queda abierta para siempre. Una vez que la pirámide poblacional se invierte —cuando hay más mayores que jóvenes—, la carga se vuelve insostenible: menos contribuyentes deben mantener a más jubilados y cubrir un sistema de salud mucho más costoso. Allí el concepto adquiere toda su gravedad: el bono demográfico es el último tren del desarrollo.
Si un país lo aprovecha, puede dar un salto histórico: crecer más rápido, innovar, generar empleos formales y construir un sistema sólido para el futuro. Pero si lo desperdicia, llegará al envejecimiento sin ahorros, con un mercado laboral informal y un sistema de pensiones quebrado.
España es el espejo más cercano. En menos de diez años necesitará 3,5 millones de jóvenes que no existen. Su población envejecida ya tensiona el sistema de pensiones, deja vacíos en el mercado laboral y obliga al país a pensar en medidas urgentes que llegan tarde. Europa implora por la juventud que tuvo y dejó escapar entre desempleo y falta de oportunidades.
La diferencia es que aún estamos a tiempo de actuar. Y no se trata de inventar la pólvora, sino de aplicar políticas que ya demostraron eficacia: generar empleo formal con incentivos reales y programas de capacitación útiles; preparar a los mayores de 60 con salud preventiva y opciones de trabajo flexible; reformar un sistema de pensiones insatisfactorio; apoyar a las familias con guarderías públicas y licencias de maternidad y paternidad; atraer talento extranjero joven; e invertir en las regiones para que los jóvenes no abandonen sus tierras en busca de un futuro incierto en Lima.
El tiempo corre. España y Japón ya perdieron el tren y hoy pagan una factura altísima. No perdamos el nuestro. La juventud no dura para siempre. El bono demográfico tampoco.
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