La idealización de la democracia
La democracia es un sistema de gobierno que enfrenta y ha enfrentado constantes tensiones en los diferentes periodos políticos históricos de nuestro país, prevaleciendo su concepción ideal con base en los atributos de justicia e igualdad. En la línea de la definición aristotélica, la democracia es una forma de gobierno defectuosa donde la razón se somete a las pasiones populares, fruto del ejercicio pleno de la libertad y el desprecio por lo virtuoso, que pierde importancia ante el deseo arrebatador por la igualdad.
Así, la democracia no es el gobierno de todos, sino de una fracción social, resultado de una “lucha de clases” que quiere capturar el poder en beneficio solo de la clase gobernante y no de todos los ciudadanos. De esta manera, lograr la dominación de “una clase sobre otra” será su finalidad y no el bien común, legitimando, incluso, el uso de la violencia.
En la arena política, resulta más eficaz incorporar al discurso el concepto de democracia como un sistema perfecto e ideal en el que existe la justicia, la igualdad y en el que se garantiza el ejercicio de nuestros derechos. Claro, ¿quién no quiere vivir haciendo lo que desea sin pensar en las consecuencias ni en los demás?
Al final, esta forma de ver la democracia solo nos alejará de una realidad que nos está sobrepasando: la palpable desigualdad social y la corrupción de las estructuras de poder, producto de la ineficiencia de las autoridades elegidas por una voluntad popular desinformada que antepone la promesa política acompañada de un falso nacionalismo calculador y clientelista a la capacidad, el profesionalismo y los atributos éticos.
Para lograr esa democracia ideal, se requiere primero construir ciudadanía, y previamente, nación. No podemos hablar de nación cuando muchos peruanos en las zonas más recónditas de nuestro país no se encuentran representados en las estructuras de poder. En consecuencia, la representación no se debe a una cuota impuesta por ley, sea esta de género o étnica, sino a una suma de intereses comunes que requiere ser parte de la agenda pública. Nunca más de acuerdo con el concepto hegeliano de democracia: la representación no solamente es garantizar la participación activa en un proceso electoral, sino una forma de integrar los intereses particulares en un fin común.
En una época de crisis de legitimidad, de fragmentación social y de debilitamiento institucional, se requiere repensar el sistema democrático, reestructurarlo desde sus bases, pensando en las necesarias reformas que requiere el país con una mirada más amplia de participación ciudadana, incorporando a las empresas como un agente esencial. Porque no es posible hablar de derechos sin la estabilidad económica, ni de inclusión social sin oportunidades, sin libertad de trabajo para procurarse una mejor calidad de vida. Un Estado de derecho no se fortalece con soluciones populistas y afiebradas como asambleas constituyentes, que, dada nuestra historia, pueden conducirnos a un autoritarismo sin retorno.
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