La ética venida a menos
La opinión pública ya se ha acostumbrado al vendaval de acusaciones de corrupción -a todo nivel- que afectan a quienes ocupan funciones en la administración pública. La calamidad del poder radica en que pone a personas ordinarias frente a tentaciones extraordinarias. No cabe duda de que, al llegar al poder, innumerables timbres y contactos abren el ancho campo de un enriquecimiento personal que muchas veces supera la fantasía. Si las tentaciones del poder son extraordinarias, ¿cómo podrían resistirlas los hombres ordinarios?
Lo alucinante no es que haya corrupción, sino que no haya más… todavía; porque solo los hombres extraordinarios podrían resistir las tentaciones del poder, y esos, escasean. Se puede temer que los poderosos sucumban ante las tentaciones extraordinarias si resultan ser hombres ordinarios. Lo previsible es que los funcionarios de menor jerarquía sepan controlar las tentaciones ordinarias que los rodean.
Sin embargo, también existe otra corrupción hormiga, por la cual los funcionarios ordinarios ceden con frecuencia ante las tentaciones cotidianas que se les presentan. Quizás contribuya a esta situación la falta de una ética pública; lo que ha florecido es la impunidad y el olvido a raudales: el Alzheimer socio-político.
Existen hechos que no están previstos en la ley como infracciones, pero que, de una u otra forma, causan enorme perjuicio al romper el equilibrio en las relaciones entre las personas. En otros casos, pese a la vigencia de la ley, esta es vulnerada como si se estrujara un papel inservible, para favorecer a quienes detentan algún tipo de poder.
El escándalo y el daño que esto origina dan lugar a una reacción que demanda una enmienda en la conducta, basada en sólidas fórmulas culturales y morales. Una de estas es la organización de entidades encargadas de velar por la ética pública. El éxito o el fracaso de estas entidades depende de su idoneidad e independencia, algo imposible si surgen y actúan bajo el alero de los gobiernos, pues sus miembros se preocuparían de evitar o encubrir las críticas adversas surgidas del clamor público por actos deshonestos.
Y aunque no existe una entidad oficial que “cautele” la ética pública, es oportuno que la sociedad civil -al margen de cualquier línea ideológica- forme una institución a la que se le confíe tan delicada, difícil y hasta riesgosa pero urgente tarea. El país ya no da para más: la putrefacción nos está llevando a una espiral de corrupción nunca antes vista en la historia de nuestra patria.
Como toda entidad de resguardo moral, sus acuerdos no tendrían fuerza coercitiva, pero servirían como cuestionamiento de honor -palabra extraña para muchos- sobre los actos antiéticos que se cometen.
La ética pública es, pues, responder espontáneamente a los deberes de la función, sin mácula; es la ética social fundamentada en los valores supremos que algunos desconocen o pisotean.
En nuestro país existe la Ley No. 27815 (Ley del Código de Ética de la Función Pública), promulgada el 22 de julio de 2002, en donde se establecen los principios, deberes y prohibiciones éticos que rigen para los servidores públicos de las entidades de la Administración Pública, de acuerdo a lo establecido en el artículo 4 del presente Código. Pero… es letra muerta para una gran mayoría que ha tomado el país por asalto.
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