La democracia se debilita en silencio
Un régimen político no garantiza por sí solo la protección de la libertad individual ni una democracia real. Durante décadas, las democracias liberales fueron sinónimo de participación y libertad frente a regímenes opresores. Pero hoy el control no requiere uniformes ni censura explícita; disfrazado de causas nobles, datos técnicos y plataformas amables, somete “por nuestro bien”.
Autocracias consolidadas y democracias en crisis aplican mecanismos de control en nombre de la seguridad, inclusión o progreso. Visibles o encubiertos, estos mecanismos actúan desde el Estado, corporaciones digitales o instituciones supranacionales, todos buscando limitar la libertad de conciencia del individuo.
En China, el Partido Comunista ha perfeccionado el autoritarismo tecnocrático. El sistema de crédito social regula la conducta, la vigilancia monitorea cada gesto y la censura impide visiones alternativas. La obediencia se premia; el disenso, se borra. Lo preocupante es que este modelo empiece a verse en Occidente como alternativa posible al “caos democrático”.
En Rusia, el autoritarismo se justifica en nombre de la soberanía nacional y los valores tradicionales. La disidencia es criminalizada, los medios críticos cerrados y la justicia responde al poder. El individuo no desaparece, pero la lealtad vertical es obligatoria. Pensar diferente es sospechoso.
Una grave paradoja se manifiesta en la Unión Europea. Promotora de derechos humanos y multilateralismo, ha construido una democracia tecnocrática y posnacional, donde el ciudadano vota, pero no decide. Las decisiones clave emanan de comités y agencias no electas, blindadas frente al control público. Bruselas impone regulaciones que transforman la economía, el lenguaje y la cultura.
Las políticas climáticas se dictan sin deliberación nacional. La ideología de género se institucionaliza, calificando la crítica como odio. Normativas como el Digital Services Act otorgan a tecnócratas y plataformas digitales poderes de censura sin control judicial, debilitando la libertad de expresión. La Comisión Europea y su Tribunal de Justicia operan como estructuras cerradas, sin deliberación democrática. Un aparente pluralismo se mantiene, pero el poder real se ejerce fuera del circuito representativo.
Quienes cuestionan esta deriva –sectores que reclaman soberanía e identidad– son tachados de antieuropeos o extremistas, bloqueando el diálogo y profundizando la fractura entre élites y ciudadanos. Lejos de corregir el rumbo, la UE avanza hacia una posdemocracia regulada desde arriba, donde el consenso sustituye al conflicto legítimo y la disidencia es administrada, no escuchada.
En Estados Unidos, la democracia liberal se desgasta bajo la polarización, convirtiendo la política en una guerra cultural sin matices. La libertad de expresión no se limita por ley, sino por censura privada, presión social, judicializando al adversario. El disenso no se debate, se neutraliza.
El regreso de Trump marca una política exterior con pragmatismo económico: aranceles, sanciones, tratados renegociados y un dólar que sustituye al intervencionismo militar. No se ocupan territorios: se controlan economías. Este modelo no exporta democracia, sino autoritarismo funcional, legitimado por la eficiencia.
Lo que está en juego es la relación entre el individuo y el poder. El riesgo es perder la autonomía, la responsabilidad y el derecho al disenso que sostienen a la democracia. Democracia no es contar votos, es que el ciudadano pueda pensar, hablar, disentir y vivir según sus convicciones sin miedo al castigo o la exclusión. Cuando esa libertad desaparece, las urnas se convierten en eventos sin sentido.
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