La decadencia de Occidente
La política estadounidense solía ser sólida, previsible, confiable. ¡Hasta que dejó de serlo, desde que la fanfarria, la argucia y la falta de credibilidad hicieran su trabajo! Como, lamentablemente, verificamos que ocurre ahora en ese país. Desde luego, no al extremo que estamos acostumbrados acá. Pero lo suficiente para hacerle perder credibilidad. Ayer sesionó una comisión especial de la antes muy respetada Cámara de Representantes estadounidense, para escuchar a Kimberly Cheatle, jefa del Servicio Secreto norteamericano. Se esperaban explicaciones y disculpas respecto al atentado perpetrado contra el expresidente Trump en un mitin electoral. Sin embargo, Cheatle respondió con evasivas, como una incompetente burócrata sudamericana. Algo increíble, pero cierto, delante de lo que fuera un intimidante templo de la política mundial, como solía ser la todopoderosa Cámara de Representantes del Congreso Norteamericano. La requisitoria acabó entre silencios y generalidades, frustrando la paciencia de muchos congresistas decepcionados al no escuchar por qué el Servicio Secreto estadounidense descuidó a Donald Trump, hoy candidato presidencial, durante el intento de asesinato que sufrió. El incidente tiene relación con la conducta de la democracia contemporánea en aquellos países donde tenemos el privilegio de practicarla para que prevalezca la voluntad de la mayoría, según los dictados de la Constitución y el mandato de las leyes.
Pero la democracia no es –ni debe ser– concebida como un barril sin fondo, donde todo vale y todo puede mezclarse. La democracia es un sistema político –y de organización social–por el cual el pueblo endosa a un gobierno elegido democráticamente –por todos los ciudadanos con derecho a votar– las facultades de decisión para conducir el Estado. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el crecimiento de la riqueza, sumado al avance tecnológico en el mundo, dieron rienda suelta al relajamiento de la conducta ciudadana; incluyendo a las burocracias entendidas como personas que prestan servicios al Estado. El problema es que los gobernantes no computaron los alcances de esa transformación en sus sociedades. Al punto que la evolución socioeconómica vino acompañada de un indebido relajamiento de la disciplina, el orden, la meritocracia, la cultura y, fundamentalmente, la educación entre las nuevas generaciones de ciudadanos. ¡El resultado lo tenemos a la vista! En el Perú, la política es el escaparate que exhibe descarnadamente a una inútil generación de analfabetos disfrazados de dirigentes nacionales; a una burocracia que ha destrozado buena parte de nuestro Estado; igual sucede con los gremios, entre los cuales destaca la decadencia del empresariado. Y, por supuesto, de la misma manera destaca la comunidad periodística, brutalmente venida a menos.
Esto no es patrimonio peruano ni norteamericano. Ocurre en casi todos los países del orbe. Sin falta, allí donde campea el comunismo. ¡Aunque no con el énfasis que exhibe el Perú! Pero el episodio que narramos al inicio de esta nota confirma que esta tara también ha afectado a la principal nación del planeta. No obstante, por falta de democracia y, consecuentemente, de transparencia y libertades, resulta imposible afirmar –o negar– que eso mismo ocurra, por ejemplo, en China o Rusia.
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