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La Curia en su laberinto

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Fecha Publicación: 19/01/2025 - 23:00
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Un nuevo escándalo generado por los invasores del centro de estudios que, ilícitamente, se hace llamar Pontificia Universidad Católica, es esta vez su patrocinio a un esperpento que atenta frontalmente contra la religión católica. Uno que exhibe la indigna obra teatral llamada María Marión, refiriéndose a la Virgen María. Título que hiere a la fe católica y cristiana, y comprueba el sentir ateo que transpira aquel centro de estudios. Dicho sea de paso, actualmente administrado de manera espuria por gente que ha violentado la voluntad del mecenas, José de la Riva Agüero y Osma, quien cedió su fortuna invertida en aquel centro de estudios, condicionada a que este mantenga los principios cristianos y católicos bajo los cuales fue fundado por la orden religiosa Jesuita. Nos referimos a la condición que impuso aquel mecenas para transferir el multimillonario patrimonio que aportó a dicho centro de estudios. Una universidad que, hoy, se encuentra secuestrada por la mafia caviar, y requerida por el Vaticano a dejar de usar en su nombre los términos Pontificia y Católica. Patrimonio intrínseco -hasta hoy ajeno- que permite a los invasores del centro de estudios, que sigue siendo explotado comercialmente como Pontificia Universidad Católica del Perú, ignorar legal y moralmente la orden expresa del Vaticano. Delito desde todo punto de vista cometido por los, hasta ahora, espurios administradores de este pingüe negocio. Aunque, como de costumbre, estando de por medio los caviares, esa ilegalidad la pasan por alto tanto el Ministerio Público como el Poder Judicial, quedando así todo en familia.
Pero en el incidente de la frustrada exhibición de esa “obra” titulada María Maricón -que ofende a la verdadera Iglesia Católica- no solamente hay que enrostrarle un delincuencial comportamiento a quienes hoy, espuriamente, administran la Universidad Católica. Sino, sobre todo, hay que denunciar la canallesca conducta anticatólica del cardenal Carlos Castillo, a quien, consciente de la inmensa protesta popular que generará la “obra María Maricón”, ni siquiera se le movió un pelo y, menos aún, dijo una sola palabra de protesta. Recién cuando el escándalo se generalizó a través de los medios de prensa, Castillo publicó por ahí alguna epístola en la que, disimuladamente, enjuaga con agua bendita a los autores de aquel atentado contra la fe católica, diciendo: “si bien la representación gráfica usada en el cartel promocional fue inapropiada, la intención del evento no era irrespetar la fe católica (…) El cartel fue una desfiguración del rostro de la Virgen María, lo que sin duda es ofensivo. Sin embargo, no reflejaba el trabajo que los estudiantes habían preparado para el festival”. Palabras que transpiran esa clásica hipocresía caviar. Una ambigüedad que hiere porque choca con la verdad y linda con el perdón al criminal; a la vez que transmiten tal talante de hipocresía que, en boca de un arzobispo, agravian no solo a la fe católica, sino a la conciencia de los 1,500 millones de católicos que habitan en la Tierra.
El cardenal Carlos Castillo ha demostrado, fehacientemente, ser un digno representante del papa Francisco I.

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