La banalidad del mineral
Acaba de terminar otra convención minera en el Perú: discursos grandilocuentes, estadísticas brillantes, cócteles generosos y promesas de “desarrollo sostenible”. Y, sin embargo, al salir del recinto, la realidad es la misma: comunidades indignadas, impactos ambientales y sociales que no se quieren reconocer, mientras se sonríe para las fotos y se toman acuerdos que no se pueden —ni se quieren— cumplir. Lo único que cambia es el eslogan de turno.
La minería es el motor del desarrollo, permite aprovechar el potencial natural que tenemos, pero su sector informal e ilegal es el motor de la destrucción. Por ello, podemos decir que es la madre de todas las batallas, buenas y malas, y la madrastra de casi todos los conflictos sociales.
Es tentador invocar a la filósofa Hannah Arendt para entender por qué seguimos atrapados en el mismo yacimiento jurídico y social desde hace más de un siglo. En su tesis sobre la banalidad del mal (Eichmann en Jerusalén, 1963), Arendt indicó que los peores desastres no surgen de demonios maquiavélicos, sino de burócratas obedientes incapaces de pensar críticamente. ¿Nos suena conocido? Basta revisar cómo se otorgan permisos sin estudios serios, sin cumplir requisitos, obviando impactos o ignorando los pedidos razonables de la población.
Arendt hablaba de la banalidad del mal, y nosotros podríamos hablar de la banalidad del mineral: decisiones que parecen técnicas, inevitables, legales, pero que terminan normalizando la injusticia. Como si el conflicto socioambiental fuera un impacto más de la actividad, una externalidad inherente a ella, tan rutinaria como los aplausos tras las presentaciones antes de salir corriendo al cóctel.
La minería no es una moda liberal ni reciente. Viene de antes: de la mita colonial, del guano, del salitre y del cobre. Como recuerda el historiador Heraclio Bonilla en Guano y burguesía en el Perú (1974), el país ha vivido de extraer recursos sin construir instituciones sólidas. En términos arendtianos: confundimos “trabajo” (sacar minerales) con “obra” (edificar ciudadanía). Por eso seguimos igual: con presupuesto fuerte y Estado débil.
La Constitución (artículo 66) dice que los recursos naturales son patrimonio de la Nación. Hermosa declaración. Pero en la práctica son patrimonio de quien los solicita o invade, con aval del Congreso y firma digital del Ejecutivo. Cuando esta realidad choca con los derechos humanos, aparece la banalidad legal: formales o informales, están “dentro del marco de la ley”.
Luigi Ferrajoli lo advirtió en Derecho y razón (1995): “un derecho sin garantías es simple técnica del poder”. Y en el Perú, el derecho minero es exactamente eso: técnica que legitima el extractivismo sin límites ni ética.
La minería aporta más del 60 % de nuestras exportaciones (BCRP, 2023). Pero el precio es alto: más de 150 conflictos activos (Defensoría del Pueblo, 2024).
Como diría César Vallejo: “¡Hay, hermanos, muchísimo que hacer!” (Poemas humanos, 1939).
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