Joyce y la luz de sus ojos
Carl Jung, el discípulo y sucesor de Freud, dijo después de algunas consultas con James Joyce y su hija Lucía: “Son como dos personas que van cayendo al fondo del río, pero donde Joyce sabe nadar gracias a su arte, ella se ahoga. Pero los dos están locos»
Lucía, la “maravilla salvaje” como dijo de ella su padre, era también la luz de sus ojos. Así la llamó mientras pasaba de médico en médico, de sanatorio en sanatorio, ensayando una cura, o, el menos, un alivio, para esa esquizofrenia que la acechó toda su vida. Para su padre, la cabeza de Lucía tenía “la claridad despiadada del relámpago”. Estaba convencido de que era una artista mejor que él, mientras que para los demás era una pobre loca bizca que arruinó la salud de su papá con tantas desmesuras.
Según todo indica, el desencadenamiento evidente de su locura, se dio cuando fue rechazada por el escritor Samuel Beckett, amigo de su padre quien dijo, ampliando a Sartre, que la vida era no sólo una pasión sin sentido, sino, además, sin Dios y sin ley. También este escritor que luego ganaría el premio Nobel aseguró “tener vívidos recuerdos de su vida intrauterina” y que esos recuerdos explicaban su dolor de vivir. Si Beckett rechazó a Lucía, le pregunta es obvia: ¿Qué hubiera pasado si la aceptaba?
Histeria pitiática, hebefrenia, neurosis, manía neurasténica, esquizofrenia, fueron algunos de sus diagnósticos. Las evidencias abundaban: alucinaciones de todo tipo, fugas, intentos de incendio, desvaríos sexuales, violencia y, además, toda clase de vejámenes contra su madre. Joyce nunca aceptó la locura de su hija de quien decía que era “un ser especial al que yo puedo entender en casi todo”. Y seguramente la entendía, sólo que como señalo Carl Jung, nunca supo que ella se ahogaba mientras él salía a flote salvado por la literatura.
Como buen irlandés, Joyce era profundamente creyente y admiraba a Cristo, pero una cosa le echaba de menos: no haber sido padre. El lo fue y tal vez un mal padre, pero trató de estar siempre allí. Decía que Lucía era la luz de sus ojos, pero seguramente sin querer él mismo la fue apagando poco a poco. Sin embargo, esa luz bastó para inspirar el Ulyses y Finnegans Wake. Hubo amigos suyos que afirmaron que él se alejó un poco al final de su vida de Lucía, porque temía ser arrastrado por sus desdichas y ahogarse en el fondo del río sin haber concluido su última novela.
James Joyce falleció en la madrugada del lunes 13 de enero de 1941 en un hospital de Zurich, de una peritonitis generalizada. Tenía 58 años. Lucía Joyce, la luz de sus ojos, murió en 1982, a los 75 años, en el sanatorio para enfermos mentales de St. Andrew’s, en la ciudad inglesa de Northampton.
Jorge.alania@gmail.com
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