Francisco y la misericordia
Hoy, que empieza la elección del sucesor del papa Francisco, quiero llamar la atención sobre su proverbial ternura y misericordia. Múltiples gestos han hecho de él un paradigma de estas, no sé si llamarlas virtudes o características del ser personal, que lo presentaron en vida como alguien cercano, bueno, compasivo. No estoy hablando del Sumo Pontífice y sus batallas contra la curia romana; de sus palabras –según algunos– desvaríos sobre la doctrina y la fe; de su voluntad teñida – según otros– de desorden y voluntarismo, de sus propias contradicciones en aras de hablar para todos, sino del hombre llegado casi del fin del mundo a la Roma Inmemorial y eterna; del pastor que se ha ido al encuentro de su Padre con los zapatos gastados de sus últimos años; del cura villero que ha preferido ser primero profeta que administrador y lo ha hecho seguramente mal en varios aspectos; del enamorado de la vida que ha leído a Borges y Dostoievski y que era hincha a morir del San Lorenzo de Almagro.
En su memoria, quiero recordar ahora tres perdidos ejemplos de lo que la misericordia puede y debe hacer en este mundo de fragores y convulsiones.
Hace un no lejano tiempo, una señora acudió al cura de Ars- el sacerdote francés Juan María Vianney y llorando le contó que su esposo se había suicidado arrojándose desde un puente. Católica ferviente, ella tenía por seguro que su marido estaba en el infierno. Y sin embargo, ese curita de pueblo que llegaría a ser santo le dijo- hace 250 años, nada menos- “Mira que entre el puente y el río está la misericordia de Dios.”
También hace años –pero ha podido ser ayer y puede ser hoy aquí o en cualquier parte– Gregorio Ramos Rubio del pueblo del Real de San Vicente de Toledo, España, mató a toda su familia y se suicidó. Era tan sufrido y ejemplar que el mismísimo arzobispo celebró una misa de la misericordia por él a la que acudió casi toda la comarca, pese a que –católicos acendrados– creían, como lo enseñaba la Iglesia, que los suicidas no se salvaban.
En su casa de Surco, Dora Varona, la esposa de Ciro Alegría, me contó una anécdota que siempre el escritor de “El Mundo es ancho y ajeno” recordaba de su amiga la poetisa chilena y premio Nobel de Literatura de 1945, Gabriela Mistral. Ella, que como se sabe era una católica ferviente, tuvo un sobrino o tal vez un hijo, que se suicidó. Era tal su angustia que lloraba repitiendo una y otra vez: mientras yo estoy aquí tranquila conversando con ustedes, mi Juan Manuel se está quemando en el infierno. Ya había dicho lo mismo por Romelio Ureta, un ferroviario del cual se enamoró en su juventud y que también se suicidó. El infierno me quemó dos veces –dijo– pero la misericordia de mi Dios me ha salvado para siempre.
Jorge.alania@gmail.com
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