Extorsión al volante: la ruta mortal que el Estado no enfrenta
En el Perú hemos normalizado una tragedia que debería indignarnos a todos: los transportistas viven bajo el yugo de la extorsión diaria, amenazados por mafias que cobran cupos como si se tratara de un impuesto paralelo para poder trabajar.
Cada asesinato, cada quema de vehículos y cada paralización por miedo nos recuerdan que estamos frente a un crimen organizado que ha conquistado territorios y que actúa a la vista de todos.
Lo más grave es que esta situación no solo golpea a quienes manejan un bus o un camión, sino a millones de ciudadanos que dependen del transporte público para llegar a sus trabajos, mover la producción o trasladar a sus familias.
En otras palabras, lo que está en riesgo no es solo un gremio, sino la columna vertebral de la vida cotidiana en el país.
¿Cómo hemos llegado a este punto?
En buena medida por la respuesta tardía e insuficiente del Estado. Durante años, las autoridades se han limitado a operativos esporádicos, patrullajes fugaces o capturas que terminan en procesos judiciales interminables.
Las mafias, mientras tanto, se reagrupan, amenazan y retoman el control. Así, el transportista termina considerando el pago del cupo como un costo inevitable de su trabajo. Esta resignación no solo alimenta la violencia, sino que envía un mensaje desolador: en amplias zonas del país, la ley que impera no es la del Estado, sino la de las mafias.
Sin embargo, no todo está perdido.
Existen soluciones posibles si se actúa con decisión política y con estrategias integrales. Lo primero es crear un Grupo Nacional contra la Extorsión al Transporte que articule al gobierno central, la Fiscalía, el Poder Judicial, los gobiernos locales y los gremios. De esta forma, se evitaría la dispersión de esfuerzos y se establecerían prioridades claras.
A la par, resulta indispensable mapear las rutas más críticas y reforzarlas con tecnología: cámaras en paraderos, GPS en unidades y botones de pánico conectados directamente a la Policía.
Además, urge la conformación de unidades policiales y fiscales especializadas que trabajen de manera coordinada para atender con rapidez y eficacia este tipo de delitos, evitando la burocracia que tanto ha beneficiado a los extorsionadores.
Para ello, es necesario garantizar protección real a los transportistas que denuncien. De nada sirve exhortar a las víctimas a hablar si lo único que reciben a cambio es una bala o la quema de su vehículo. La denuncia debe ir acompañada de respaldo inmediato y de un sistema de apoyo económico que cubra pérdidas materiales, pues un conductor que lo arriesga todo al enfrentar a las mafias no puede quedar desamparado.
En paralelo, el Congreso debería impulsar reformas legales que tipifiquen la extorsión sistemática en el transporte como terrorismo urbano, con penas severas y procesos más expeditivos.
Solo así se enviará un mensaje contundente: el crimen no puede ser más rentable que el trabajo honesto.
El transporte no debe convertirse en un cementerio rodante ni en un botín de guerra para bandas criminales. La ciudadanía no pide milagros, exige lo elemental: poder movilizarse sin miedo y trabajar sin extorsión.
Si el Estado no asume esta lucha como una prioridad nacional, terminará aceptando que el crimen organizado gobierne nuestras calles. Y entonces la pregunta será inevitable:
¿Queremos un país donde la ley de las mafias siga imponiéndose o un Perú donde el esfuerzo honesto sea respetado?
La respuesta no puede esperar más, porque cada día que se posterga la acción, se condena a nuestros transportistas a vivir en una ruta sin retorno.
Por Carlos Posada Ugaz
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