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En Perú la cultura la matan a balazos

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Fecha Publicación: 09/10/2025 - 22:20
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La balacera registrada el 8 de octubre durante el concierto de Agua Marina en el Círculo Militar de Chorrillos no solo es un atentado contra un grupo emblemático de nuestra cultura popular, sino también una señal brutal de que el crimen organizado —y la pasividad del Estado frente a él— ha contaminado todos los sectores de la sociedad peruana. Agua Marina, conocida en todo el país y con más de cuatro décadas de trayectoria, ya había denunciado ser víctima de extorsión. El hecho de que esta agresión ocurriera en un escenario tan “seguro” como el Círculo Militar configura un mensaje claro: los delincuentes no respetan nada y el Estado no logra contenerlos.
El ataque contra Agua Marina ocurre apenas meses después del asesinato de Paul “Russo” Flores, vocalista de Armonía 10, baleado en Lima mientras viajaba en el bus de la orquesta luego de un concierto. La agrupación había denunciado desde hacía meses amenazas y extorsiones. Su muerte, ocurrida en marzo, llevó al gobierno a declarar el estado de emergencia en Lima y Callao. Dos ataques en menos de un año contra las orquestas más queridas del país no pueden verse como hechos aislados: son síntomas de un Estado colapsado.
Desde hace muchos años, diversos sectores informales del país —ambulantes, colectiveros, mototaxistas— vienen siendo víctimas de este flagelo sin que el Estado tome acciones efectivas para frenarlo. Trujillo fue durante años el ejemplo más claro del posicionamiento del crimen organizado en nuestra sociedad, con los famosos “cupos” al sistema de transporte. Hoy, el problema se ha trasladado a todo el país y ya no solo afecta a las economías informales —que representan casi el 80 % en el Perú—, sino que el crimen ha ampliado su espectro hacia la economía formal e incluso hacia el grueso de la sociedad. No solo se extorsiona a empresarios o comerciantes: también a colegios y familias.
Al mismo tiempo, el sector cultural se ha convertido en uno de los blancos principales. Discotecas y salones de eventos han sido extorsionados con sumas elevadas —hasta S/ 50.000 en algunos distritos— para “operar con tranquilidad” y poder celebrar conciertos. Bajo esa lógica, los artistas, productores y promotores viven con miedo constante: si ceden, financian la criminalidad; si se niegan, arriesgan la vida de su público, su patrimonio y su carrera.
Además, que un atentado armado ocurra en un recinto militar no es una anécdota: es una humillación simbólica al poder estatal. Implica que los criminales han tomado el terreno que tradicionalmente el Estado consideraba suyo, y lo han conquistado. La sensación general es de inseguridad, impotencia e incredulidad.
Para el gobierno de Boluarte, esto supone una crisis política. La violencia desbordada no solo cobra vidas, sino credibilidad. La capacidad de gobernar se erosiona cuando los ciudadanos perciben que las fronteras entre lo simbólico (arte, memoria, cultura) y lo cotidiano (transporte, seguridad) se desdibujan frente al crimen.
El atentado contra Agua Marina afecta más que un concierto: ataca la idea de un espacio seguro para la participación cultural, la vida en comunidad y la experiencia colectiva. Cuando el arte deja de tener zonas libres de violencia, el ciudadano duda: ¿ir al teatro, a una peña, a un festival? El miedo termina por inmovilizar, lo que implica un deterioro profundo del tejido social.
Por eso, si queremos volver a vivir sin miedo, debemos reconstruir los espacios de encuentro desde un enfoque integral: proteger los escenarios culturales con seguridad especializada, garantizar canales de denuncia seguros, blindar institucionalmente a la cultura frente a la arbitrariedad burocrática y articular políticas que unan cultura, seguridad y desarrollo local. Solo así la cultura podrá volver a ser lo que siempre debió ser: un refugio y un espacio de desarrollo, no una víctima del crimen organizado y de la ineficiencia del Estado.

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