Elecciones presidenciales
Nuestra Carta Fundamental establece que el Presidente de la República se elige por sufragio directo; es elegido el candidato que obtiene más de la mitad de los votos; los votos viciados o en blanco no se computan. Si ninguno de los candidatos obtiene la mayoría absoluta, se procede a una segunda elección, dentro de los treinta días siguientes a la proclamación de los cómputos oficiales, entre los candidatos que han obtenido las dos más altas mayorías relativas. Junto con el Presidente de la República son elegidos, de la misma manera, con los mismos requisitos y por igual término, dos vicepresidentes.
La elección del Presidente de la República no es un acto administrativo, sino un ejercicio de soberanía popular con profundo contenido jurídico, político y simbólico. La norma constitucional consagra el principio de sufragio directo, estableciendo que será elegido presidente quien obtenga más de la mitad de los votos válidos. De no alcanzarse dicha mayoría, se procede a una segunda elección entre los dos candidatos más votados. En el mismo acto, y bajo iguales condiciones, se eligen también dos vicepresidentes.
Esta estructura normativa revela no solo un procedimiento, sino una concepción integral de la legitimidad democrática. Desde una perspectiva filosófico-política, el sufragio directo afirma la idea de que el poder emana del pueblo y que su ejercicio no puede ser delegado a espaldas de su voluntad. La elección presidencial no es resultado de pactos de élite ni de arreglos parlamentarios: es una decisión soberana, expresada sin intermediarios, en las urnas. Como sostenía Rousseau, la ley y el poder son legítimos únicamente cuando surgen del consentimiento de los gobernados. Elegir al jefe del Estado es, en ese sentido, mucho más que designar a un administrador: es configurar el rostro visible del contrato social.
La mayoría absoluta requerida para ganar en primera vuelta no es un formalismo aritmético, sino un estándar de legitimidad sustantiva. Quien asume el gobierno de la Nación debe contar con un respaldo mayoritario claro, que lo habilite a representar a todos los ciudadanos, no solo a una fracción circunstancial. La posibilidad de una segunda vuelta, en caso de no alcanzarse ese umbral, responde a la lógica del consenso: someter a escrutinio popular a los dos candidatos más votados para asegurar que el Presidente electo cuente con una base política lo más amplia posible.
El modelo de elección presidencial por sufragio directo y segunda vuelta tiene antecedentes en nuestra tradición constitucional. La Constitución de 1933 consagraba la elección directa del Presidente, aunque sin prever el ballotage, fórmula incorporada en 1979 como garantía adicional de legitimidad y mantenida en la Carta de 1993, con ajustes orientados a reforzar la transparencia e inclusión.
Este diseño debe interpretarse también a la luz del derecho internacional: el artículo 23 de la Convención Americana, el 21 de la Declaración Universal y el 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos consagran el derecho a participar en elecciones periódicas, libres e igualitarias, imponiendo al Estado el deber de garantizar procesos auténticos y no discriminatorios. El Convenio n.º 169 de la OIT añade que los pueblos indígenas deben participar en los más altos niveles de representación política.
Por otra parte, la elección conjunta de dos vicepresidentes, establecida ya en la Constitución de 1933, responde a una visión institucional previsora: asegurar la sucesión ordenada del poder ante la eventual vacancia o impedimento del Presidente. Lejos de ser un simple complemento, esta figura garantiza la continuidad democrática y evita rupturas en la jefatura del Estado.
En conclusión, las elecciones presidenciales no son un mero trámite legal. Son el momento fundacional del mandato popular. Son el acto mediante el cual la ciudadanía confiere legitimidad y autoridad a quien encarnará la unidad nacional y conducirá el destino del país. Defender su integridad, exigir su transparencia y fortalecer sus garantías es, hoy más que nunca, una obligación cívica y constitucional. Solo así podremos asegurar que el poder siga siendo, como manda la república, expresión directa de la voluntad soberana.
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