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El surgimiento de la autonomía de la voluntad

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Fecha Publicación: 06/12/2024 - 21:20
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La autonomía de la voluntad surge del derecho romano con el principio pacta sunt servanda (“lo pactado obliga”), que era aplicado a los contratos. Se reconocía que los acuerdos entre partes eran vinculantes, siempre y cuando estuvieran acordes con la ley y no la contravinieran. El jurista Ulpiano (circa 170–228 d. C.) indicó que es justo lo que se deriva del consentimiento de las partes.
En la Edad Media, el derecho canónico sumó nuevos requisitos de validez, en la medida en que, además de los límites de la ley, se exigía el orden moral y religioso. No obstante, la autonomía de la voluntad amplió su alcance en el Renacimiento y la Ilustración. Jean Domat y Robert Pothier desarrollaron teorías que defendían la libertad contractual como una manifestación de la razón y la naturaleza humana, lo que pasó del inicial alcance contractual al ámbito personal.
Es así que el aún vigente Código Civil francés de 1804, también conocido como Código Napoleónico, consolidó la autonomía de la voluntad como un principio rector del derecho privado. Se estableció que los contratos legalmente celebrados tienen fuerza de ley entre las partes, dando un reconocimiento directo de la capacidad de los individuos para regular sus relaciones.
Haciendo la toma legal de ello, podemos indicar que la autonomía de la voluntad es la facultad que tenemos para decidir libremente sobre nuestros actos (personales) y relaciones jurídicas (sociales y económicas), en tanto no se opongan a la ley, la moral, el orden público y las buenas costumbres. Ello se traduce en la capacidad de ejercer nuestros derechos, celebrar contratos y establecer condiciones, conforme a los intereses propios y situaciones determinadas.
En el Perú, el artículo 1354 del Código Civil de 1984 consagra la autonomía de la voluntad o libertad contractual, al precisar que se puede pactar libremente el contenido de los contratos, siempre que estén de acuerdo con el sentido de las normas imperativas. A esta común intención de las partes se suman principios como la buena fe y la equidad.
Como es difícil contar con algo absoluto, encontramos excepciones a esta libertad en los llamados contratos de adhesión, en los cuales una de las partes ya tiene los términos y condiciones establecidos y no hay margen de negociación. Sin embargo, la libertad opera en aceptarlos o rechazarlos, y se reconoce que nuestra autonomía de la voluntad se ve nula o plenamente debilitada.
Actualmente, cualquier límite a este principio surge cuando se protegen derechos fundamentales. Tal es el caso de la protección al consumidor, cuando las autoridades restringen y sancionan cláusulas abusivas. Estos casos son muy notorios cuando se brindan servicios públicos que son regulados o supervisados por las autoridades. También evidenciamos una restricción parcial en los acuerdos de índole laboral, cuando la norma imperativa precisa que los derechos laborales son irrenunciables, quedando las partes libres para elegir y negociar condiciones de trabajo, beneficios adicionales y el monto de la contraprestación.
Como nos indicó Mario Vargas Llosa en su libro El pez en el agua (1993): “La libertad no es un regalo”. Es por eso que, reconocida y otorgada, debemos ejercerla sabiamente y enfocarla al bien común que todos debemos procurar.

*Abogado, docente universitario, consultor legal

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