El peligro del pensamiento único
Hay algunos individuos que creen que han alcanzado el nirvana del saber. Asumen que están en el único camino correcto de interpretar el mundo, por supuestas leyes ineluctables de la historia o por una revelación mística inexplicable, o porque un día se justifican a sí mismos que fueron los escogidos por las fuerzas de la naturaleza, o que alcanzaron ese conocimiento supremo por acuciosas lecturas que solo ellos pudieron revelar. Iluminados, autolegitimados, se acreditan como exclusivos salvadores. Unos cuantos textos sagrados y un mantra de lugares comunes son suficientes para iniciar su largo sendero de glorificación y, con ello, una imparable ruta de violencia.
En esa construcción de su propia secta ideológica, van evangelizando, convirtiendo en enemigos a todos aquellos que no piensan como ellos. En una feroz cruzada de predicación de su única verdad, se apropian de los centros de poder, tanto el mediático hasta el ético. Es decir, maniobran para que sea su narrativa la única aceptable y difundible. En ese sentido, solo ellos tienen la potestad del bien, de la moral, de la corrección. Salvo ellos, todos los demás están equivocados. Y eso significa también el fin del pensamiento crítico, del disenso alturado, del necesario cuestionamiento a toda idea. En esa transformación hacia una ideología radical y excluyente no aceptan cualquier asomo de desacuerdo. No quieren pares que discutan, sino adeptos. Aborrecen del interpelador, adoran al feligrés ideologizado. Voltaire sería expulsado por ser un férreo defensor de la libertad de expresión.
Por supuesto, tienen sus propios guardias pretorianos quienes se encargan de la moral inquisitorial y son los vigilantes, atentos permanentemente a atacar sin clemencia y soltar la maquinaria avasalladora contra quienes osen plantear ideas diferentes. Reclaman tolerancia solo como un estratagema retórico y que, claro, mientras sea funcional para ellos. Cuando llega el momento de poner a prueba su supuesta capacidad de escuchar voces distintas, despliegan una maquinaria de censura, incapaces de enfrentarse e interpelar a sus oponentes en ideas. En vez de ver la posibilidad del debate como una dinámica democrática para una saludable e interesante confrontación, la rehuyen bajo pretextos insostenibles. Tachan toda posición que no se alinea con la suya. Castigan con alevosía la discrepancia. Gobiernan desde el autoritarismo y la represión sistemática de los enfoques argumentados contrarios a los que ellos han incorporado en su bagaje de verdades absolutas: la suya.
Y en esa mecánica planificada de desprecio a los planteamientos distintos se escudan en una cadena de palabras vaciadas de su significado. Clichés de términos falsos sobre la tolerancia. Y, claro, embisten sin escrúpulos todas las perspectivas antagónicas. Como no soportan la posibilidad de que estén equivocados, entonces cancelan, fustigan, agreden. Usan para ello los márgenes de su poder temporal para hostilizar a los otros que no son de su camarilla ni se han allanado a su belicosa perspectiva. Entonces, eufóricos, se ven al espejo como héroes de una contienda moral y epistémica, se congratulan con su gremio como redentores del mundo.
Encerrados en su propio y falso pensamiento único, quieren gobernar y controlarlo todo. Ellos son los buenos de la historia, se repiten cotidianamente. Los malos siempre serán los otros. Claro, ya sabemos, qué sucede cuando las cosas avanzan hacia ese absolutismo.
Por Rubén Quiroz Ávila
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