El parteaguas del Caribe
Venezuela no es hoy un Estado democrático, sino un narco-régimen encabezado por Nicolás Maduro, cuya permanencia en el poder representa una amenaza directa para la región. El “Cartel de los Soles”, designado como organización narco-terrorista por Estados Unidos, Ecuador y Paraguay, simboliza la captura del aparato estatal por redes criminales transnacionales. Washington ha desplegado destructores, submarinos y miles de marines en el Caribe. El mensaje es claro: la tolerancia ha terminado. No se admite neutralidad cuando se trata de democracia y Estado de derecho versus crimen organizado disfrazado de gobierno.
Después de décadas de expolio, represión y corrupción, el chavismo transformó a un país rico en petróleo en un epicentro del narcotráfico regional. Las evidencias son abrumadoras: asociaciones con el Cartel de Sinaloa, apoyo al Tren de Aragua, lavado de dinero y contrabando de oro y coltán. La recompensa de 50 millones de dólares por Maduro, superior a la ofrecida por Osama bin Laden, resume la gravedad del desafío.
Para algunos, el despliegue estadounidense podría ser el preludio de una operación similar a la realizada contra Noriega en Panamá. Para otros, representa un cerco estratégico destinado a disolver las lealtades internas del chavismo y provocar su caída. En ambos casos, la premisa es que la salida de Maduro sería un acontecimiento geopolítico que redefiniría el hemisferio.
Maduro, Diosdado Cabello y Padrino López lideran la cúpula de este narco-Estado, apoyados por sectores militares y aliados externos como Rusia, China, Irán y ALBA. Del otro lado, Estados Unidos y sus aliados democráticos buscan frenar que este régimen continúe desestabilizando la región.
De este conflicto emergen múltiples consecuencias: narcotráfico, migración masiva de más de siete millones de personas, expansión de redes criminales en países como Perú y Colombia, y una tensión geopolítica que recuerda a la Guerra Fría en versión caribeña.
Para este escenario, no basta la fuerza militar. Se requiere una estrategia comunicacional y política que deje en claro que la disputa no es ideológica, sino una lucha existencial entre democracia y crimen organizado. La presión debe ser inteligente y coordinada: sanciones, operaciones de cerco, alianzas regionales y una cuidadosa planificación del “día después”.
La historia enseña que la transición en Panamá fue exitosa por una planificación efectiva. En cambio, la falta de preparación tras la invasión de Irak condujo al caos. Evitar un vacío de poder en Venezuela será clave para impedir una guerra civil o el surgimiento de facciones armadas.
El liderazgo que se necesita hoy no es carismático ni retórico, sino estratégico, firme y lúcido. Estados Unidos lidera, pero América Latina debe asumir un rol activo. Perú y Argentina deben elevar su talla política, sumarse a la presión internacional y prepararse para la transición.
Para Perú, la situación en Caracas es vital. Una transición democrática reduciría la presión migratoria, debilitaría al Tren de Aragua y abriría oportunidades de inversión. También implica responsabilidades: reforzar inteligencia interna, cooperar en seguridad y promover la reintegración de Venezuela a la Comunidad Andina.
El Caribe es hoy un parteaguas. Lo que ocurra en Caracas definirá el rumbo de la región. Para Perú, representa una oportunidad para fortalecer la democracia y proyectar liderazgo en América Latina.
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