El otro final
Se perdió en los arrabales del Imperio que, por esos tiempos, estaba en toda su grandeza. Las guerras y el hambre se habían extendido y el coraje no tenía nombre pero también la abyección. Blandidas las hachas y enjugadas las lágrimas, cada día era nuevo para la desesperación y la barbarie. Y para la exultación inigualable del triunfo.
En el tumulto y la feria que precedían y se alargaban con las batallas, él sólo quería encontrar el placer del cuerpo y la serenidad del alma. Nada de debilidades ni de grandilocuencias; sólo goce, sólo paz. No era ingrato ni pérfido pero las costumbres de su época le imponían ciertas obligaciones y ninguna nostalgia.
Las elegías estaban proscritas y asimismo las odas que él en el fondo quería. En los albores del sueño recordaba lo que una vez escuchó: nuestra época no es lírica.
Y lo que leyó otra vez en el muro de una ciudad sitiada: nuestro tiempo es bárbaro y terrible pero poético. Abrumado por las premoniciones y los vanos augurios, tenía ante sí dos destinos y escogió deliberadamente el peor y trató de agotarlo hasta el último trance.
En la noche de las bellotas y las covachas evocaba a su padre conversando y leyendo; y a su madre y hermano convirtiendo ese rincón del mundo en un paraje de paz. Miraba el cielo que antes había mirado con ojos curiosos y no podía creer que la vida fuera así de trágica y contemplativa. Sin nada que guardar prometió que si alguna vez regresaba a casa, amaría las noches del refugio y del río como si fueran suyas para siempre.
Entre dormido y despierto soñó que las hachas yacían enterradas y las lágrimas secas.
La casa andaba cada día más lejos como la felicidad y aunque admitió esa certeza, no le era dado admitir que la dicha puede tener un lugar y una fecha inamovible entre dos arcoíris. Sabía que era pródigo y que su misión era serlo hasta el final o casi hasta el final, aunque le costase la vida.
Porque despreciaba su hacienda la dilapidó; porque apreciaba su alma la conservó en medio del légamo infinito. No tuvo mujer ni hijos porque eso significada atarse al mundo, aunque por años persiguió a una muchacha de piernas muy delgadas que le gritaba goim y lo despreciaba. Al atardecer de todos los días deseaba el perdón pero intuía que había cruzado la línea irreversible. Eran tiempos de decisiones instantáneas y de fulgurantes palabras y él ya había tomado y pronunciado las suyas.
No podía esperar nada que no fuera un metro de tierra en un páramo extraño. Vivió y apuró su cáliz como correspondía, sin pedir nada a nadie y sin quejarse, tendido en un campo ajeno y sin nada más que su vigilia y su miedo.
Nunca regresó aunque Él haya predicado lo contrario.
Jorge.alania@gmail.com
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