El oro huye y los barcos llegan
El Caribe se ha convertido en escenario de una confrontación estratégica que trasciende a Venezuela. No es solo un despliegue militar de Estados Unidos, sino la consolidación de un patrón en el que el crimen organizado se entrelaza con regímenes autoritarios. Este esquema está representado en el régimen de Nicolás Maduro, respaldado por figuras como Diosdado Cabello y fortalecido por alianzas externas con líderes de Nicaragua y la posición permisiva de Colombia bajo Petro, evidenciando una dinámica de protección de su poder.
La consolidación de este cerco estratégico por parte de Estados Unidos se manifiesta a través del despliegue de ocho buques de guerra, incluyendo destructores y un submarino nuclear, acompañados de 4,500 efectivos en un escuadrón anfibio. A este esfuerzo se suman o están en negociaciones países como Francia, Canadá, México, Italia, Reino Unido y Trinidad y Tobago, contrastando con la notable ausencia de España, cuya posición se ve influenciada por las relaciones de Rodríguez Zapatero con Caracas.
Desde la Casa Blanca, Karoline Leavitt ha expresado con firmeza que “Maduro no es un presidente legítimo, sino el líder fugitivo de un cartel del narcotráfico”. Pese a esta declaración, funcionarios como Christopher Landau aclaran que el propósito no busca replicar eventos históricos como el cambio de régimen en Panamá en 1989, sino instaurar un proceso de asfixia prolongada que contemple la interdicción de rutas ilícitas, la imposición de sanciones financieras y la presión diplomática para debilitar las lealtades internas del chavismo.
Frente a esta acumulación de fuerzas, el gobierno de Maduro ha movilizado 15,000 efectivos en la frontera con Colombia y ha llamado a 4.5 millones de milicianos a filas; actos que, pese a su magnitud, no logran disimular la apatía en las convocatorias oficiales. La oposición, liderada por María Corina Machado, aprovecha esta debilidad simbólica para cuestionar tanto la legitimidad como el apoyo ciudadano del régimen.
Buscando contrarrestar esta situación, Maduro ha solicitado la intervención de la ONU contra las acciones de Estados Unidos, un movimiento que, aunque tradicional en la diplomacia, pierde efectividad ante la creciente determinación de países tanto latinoamericanos como europeos de señalar la naturaleza criminal del régimen y sus operaciones como el Cartel de los Soles.
La relación entre economía criminal y política regional se confirma con el continuo flujo de oro y cocaína, lo que sostiene el modelo de economía ilícita al servicio de la política autoritaria. La respuesta internacional refleja un cambio de paradigma, donde la confrontación trasciende las ideologías para centrarse en la lucha entre la institucionalidad democrática y las redes de criminalidad transnacional. Esto incluye acciones legales en Miami contra Maduro y su entorno, sumando una dimensión jurídica al conflicto.
La situación actual ofrece importantes lecciones para la región: la necesidad de un marco regional coherente que prevenga el fortalecimiento de narrativas victimistas, la importancia de una posición común en América Latina que vaya más allá de condenas aisladas, y el interés particular de Perú en debilitar estructuras criminales como el Tren de Aragua para fortalecer su seguridad y estabilidad económica.
Aunque el oro se esfuma y los barcos surcan los mares, lo esencial radica en la urgente necesidad de que la política regional deje de permanecer al margen. Venezuela se erige como un crisol donde la criminalidad organizada y el autoritarismo se encuentran en un punto de inflexión, y la respuesta de América Latina definirá si la región se consolida como un bastión de legalidad y cooperación o si, por el contrario, se fragmenta en un conjunto de Estados vulnerables ante el crimen.
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