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El Nobel y sus convicciones

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Fecha Publicación: 18/04/2025 - 21:20
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“Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y resignarse a creerlo”. Con esas palabras expresadas por Madame Bovary, en el libro homónimo de Gustave Flaubert, obra que influyó decisivamente en su vocación literaria, comienzo esta despedida al más genial novelista del Perú, Mario Vargas Llosa, quien falleció el pasado 13 de abril. Su partida ha dejado consternación en millones, pero también el eco de una vida refulgente.
En 1990, incursionó en la política como candidato presidencial en el Perú. Durante su campaña, no ocultó la gravedad de la crisis económica heredada del primer gobierno de Alan García, y propuso medidas realistas y severas de ajuste para estabilizar al país. Su honestidad fue explotada por sus oponentes, quienes presentaron alternativas populistas e inviables, que resultaron más atractivas al electorado. Finalmente, Alberto Fujimori ganó las elecciones y, paradójicamente, ipso facto implementó un programa similar al anunciado por Vargas Llosa. Triunfaron las ideas del escribidor. Tal vez por ello, aun sus más encarnizados detractores sostenían que nuestro inmortal novelista no ganó los comicios por ser demesuradamente franco y transparente.
Queda claro que no fue un buen caudillo, y eso lo honra. Le faltaban las “virtudes” indispensables del oficio: el cinismo como brújula, la traición como herramienta, la ambigüedad como estrategia y el acomodo como arte. En cambio, le sobraban principios: una singular coherencia y una rectitud intransigente, que nunca se adaptó a los cálculos del poder. Era, en definitiva, excesivamente decente para la política real, y demasiado lúcido para dejarse seducir por las trampas típicas de una contienda electoral.
A lo largo de su vida, nuestro Nobel mantuvo posturas firmes basadas en análisis objetivos, aunque desafiara los patrones de pensamiento dominantes. En su juventud, simpatizó con el comunismo, pero al observar su deriva totalitaria, especialmente en regímenes como los de Cuba y la Unión Soviética, se convirtió en un crítico del autoritarismo de cualquier signo ideológico. Fue categórico en despreciar todas las tiranías, aun a las supuestamente “liberales”. En 2019, declaró que “El comunismo desapareció, ya no existe”, refiriéndose a la transformación de estos sistemas en dictaduras con fachada ideológica.
Su compromiso con los principios libertarios lo llevó a condenar todo tipo de clientelismo, sin importar su orientación doctrinaria. En 2017, advirtió sobre el populismo, describiéndolo como una enfermedad que puede adoptar máscaras tanto de derecha como de izquierda, sacrificando el futuro de un país por un confort transitorio.
Incluso en temas controvertidos, como la tauromaquia, Vargas Llosa defendió la libertad con ardor, argumentando que es una tradición profundamente arraigada en la cultura criolla, mestiza y andina, y que representa valores como la valentía y la superación ante las adversidades. En esto comulgaba con personalidades de diferentes vertientes de pensamiento.
Mario Vargas Llosa fue un polígrafo que no temía expresar sus ideales, incluso cuando estos contradecían las corrientes discursivas dominantes. Su legado intelectual y su ejemplo de integridad moral perdurarán porque su obra trasciende el tiempo, al desnudar con lucidez y valentía las pasiones, antagonismos y desafíos de la condición humana y de América Latina, con una prosa que ya es parte de la literatura mundial.
Pese al confesado agnosticismo del Nobel de las convicciones, cierro esta modesta columna de tributo a un coloso de la cultura universal, con una cita de San Agustín propia para hoy: “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”.

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