El filo de la mano dura
¿Es la mano dura una opción, una necesidad o una última línea de defensa? En América Latina, esta interrogante se vuelve urgente donde el crimen organizado ha penetrado instituciones y se ha apoderado de territorios enteros.
Desde 2022, hemos observado una transformación en las estrategias de seguridad de la región. El Salvador, tras imponer un estado de excepción, logró detener a más de 83,000 pandilleros, reduciendo su tasa de homicidios a 2.4 por cada 100,000 habitantes, la más baja de su historia reciente. Ecuador enfrentó el narcotráfico y un colapso carcelario con un enfoque similar, militarizando ciudades clave y conteniendo, aunque parcialmente, la escalada violenta desde enero de 2024. Honduras, México y Brasil también han recurrido al despliegue interno de sus fuerzas armadas. En Argentina, con la llegada de Milei al poder, se ha mostrado un endurecimiento evidente.
¿Funciona este enfoque? En términos de percepción ciudadana y control inmediato del territorio, sí. La población prioriza el orden. En Ecuador, el presidente Noboa ganó apoyo aplicando una “agenda de seguridad” que incluyó el control militar de puertos y fronteras. En Rosario, Argentina, la coordinación entre fiscalía, policía y justicia permitió desmantelar redes vinculadas a los “Monos”. En Guatemala, la extinta CICIG, organismo auspiciado por la ONU, probó que una acción independiente contra la corrupción estructural es esencial para enfrentar el crimen.
En contraste, el Perú ha llegado tarde. Aunque la curva del crimen se ha aplacado levemente en Lima desde inicios de 2025, ello no responde a una estrategia integral, sino a operativos aislados. La extorsión se ha sextuplicado entre 2019 y 2024, y los homicidios se han duplicado, según el Ministerio del Interior. El Tren de Aragua, el sicariato y la minería ilegal en la Amazonía han desbordado la capacidad de respuesta policial. Las medidas del Ejecutivo —estados de emergencia focalizados y redadas mediáticas— resultan insuficientes frente a la sofisticación del crimen transnacional.
Mientras tanto, las disputas entre el Congreso y el Ministerio Público entorpecen una respuesta efectiva. Si bien se ha logrado restituir parcialmente la extorsión como delito grave y reconfigurar el control institucional sobre la Fiscalía, la inconsistencia y la falta de voluntad política siguen siendo el talón de Aquiles.
El dilema en Perú no es si aplicar o no la mano dura, sino cómo hacerlo con liderazgo técnico y político. Porque la mano dura es útil si va acompañada de inteligencia, depuración interna, blindaje institucional y control territorial sostenido. Sin eso, se convierte en puro espectáculo.
Los países que no han actuado, o que creen que esto se resuelve con discursos sobre derechos humanos para criminales, son terreno fértil para el narcopopulismo. Nicaragua y Venezuela son el extremo. Bolivia y partes de Centroamérica ya funcionan bajo esquemas de gobernanza criminal híbrida. Perú aún puede evitarlo.
La experiencia regional sugiere recuperar el control territorial mediante inteligencia, depuración institucional que proteja a jueces y fiscales de interferencias criminales, y prevención social focalizada como en Medellín. Se necesita un pacto político sobre seguridad que trascienda gobiernos y garantice continuidad más allá del 2026.
No se trata solo de reprimir, sino de recuperar el Estado donde se ha perdido. La mano dura es un filo: puede cortar la violencia o degollar la democracia. Lo esencial no es temerle, sino saber usarla.
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