El costo mortal de la corrupción
La cruel muerte de José Miguel Castro es una de una serie de hechos letales en diferentes países de Latinoamérica donde se profundizaron las investigaciones sobre los delitos cometidos por la brasileña Odebrecht y no son producto de la casualidad. Las dudas sobre la autoría de las muertes subsisten; las certezas que favorecen a los investigados son concluyentes.
En enero de 2017, el juez brasileño Teori Zavascki, quien supervisaba la investigación Lava Jato, murió en un accidente de una avioneta, causando conmoción e impacto en las investigaciones. Más extraño es que quien investigaba el accidente, el comisario Antonio Soares, fue asesinado a tiros en abril del mismo año. En ningún caso hay conclusiones de la investigación.
En Colombia, Jorge Enrique Pizano, auditor clave y con información privilegiada sobre sobornos vinculados con Odebrecht, murió en noviembre de 2018, aparentemente de un ataque al corazón; más grave es que, días después, su hijo Alejandro Pizano también murió, envenenado con cianuro, al beber una botella de agua del escritorio de su padre. No han concluido las investigaciones.
También en Colombia, Rafael Marchán, un testigo clave en relación con irregularidades vinculadas a Odebrecht, murió envenenado con cianuro y la narrativa generalizada fue la del suicidio. La fiscal colombiana Amparo Cerón Ojeda, quien investigaba sobornos de Odebrecht en las Rutas del Sol, mientras vacacionaba en Chile con su familia, fue impactada de un balazo en la cabeza; finalmente salvó la vida, pero perdió un ojo. Las investigaciones continúan.
En Paraguay, el fiscal Marcelo Pecci, especializado en lavado de activos y narcotráfico, fue asesinado a tiros mientras vacacionaba en el Caribe con su esposa. Si bien no hay conexión directa con los casos Lava Jato, es llamativo que cuatro individuos sentenciados a más de 20 años de cárcel habrían sido captados por la banda brasileña Primer Comando Capital (PCC), una transnacional del crimen. Un quinto involucrado se refugió en Venezuela.
En el Perú, es llamativo cómo algunos medios y operadores políticos rápidamente cantaron al unísono: ¡suicidio! en el caso del exgerente municipal de Susana Villarán; al conocerse las impactantes imágenes, la posibilidad de un asesinato es concluyente, lo que a su vez evidenciaría una planificación de largos meses y mucha precisión. También el caso de la extrabajadora del Congreso Andrea Vidal, quien murió acribillada y su caso minimizado rápidamente, o el asesinato de seis puñaladas de Nilo Burga, ligado a hechos de corrupción en Qali Warma que involucra a personas cercanas al gobierno.
¿Qué tienen en común estos hechos violentos y con saña? En primer lugar, buscan la impunidad entorpeciendo las investigaciones, hacerlas eternas, ganar tiempo, aterrorizar a otros testigos o juzgadores. En segundo lugar, evitar sentencias que sentencien también el destino de miles de millones de dólares en ganancias ilícitas, obtenidas de manera fraudulenta como en el caso de Rutas de Lima. Las redes mafiosas se protegen entre sí y dieron un paso grande eliminando a quienes puedan delatar sus ilicitudes o, eventualmente, obtener el poder para perseguirlas, como el caso de Uribe en Colombia.
El 2026 es un año electoral crucial para el Perú, y el abanico de probabilidades criminales se extiende desde el financiamiento de las economías ilegales hasta sicariato político. Es difícil escapar a un contexto latinoamericano que nos está dando señales claras de las intenciones y capacidades del crimen. ¡Cuidado!
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