El código es el verdadero poder
En la era actual, no es el arsenal ni la popularidad electoral lo que confiere el mando, sino la capacidad de escribir el código que moldea nuestra existencia. Son los algoritmos de inteligencia artificial los que seleccionan las noticias que leemos, los productos que adquirimos, cómo se reparte la publicidad, los mensajes que nos llegan durante las campañas y, en ocasiones, determinan quién será despedido o investigado.
Frente a esta realidad, mientras Estados Unidos y China libran una batalla por afianzarse como líderes de este poderío mundial, América Latina —incluido el Perú— parece estar adormecida. La reconocida think tank RAND Corporation ha emitido informes que califican la competencia por la Inteligencia Artificial General (AGI) como el reto estratégico más importante del siglo. Con inversiones millonarias en chips, centros de datos y talento científico, Washington y Pekín no solo buscan eficiencia tecnológica, sino también hegemonía.
La AGI promete transformar diversos sectores, desde los mercados financieros hasta los procesos políticos, otorgando un control sin precedentes a quien la domine. Más allá del poder económico o militar, plantea cuestiones políticas y éticas complejas. Regímenes autoritarios encuentran en la IA un mecanismo para reforzar su dominio, combinando vigilancia masiva, análisis de datos y algoritmos predictivos para monitorear a la población de forma constante. Una AGI más sofisticada podría intensificar este “autoritarismo digital” hasta niveles absolutos.
Incluso, se ha sugerido que la AGI podría corregir limitaciones históricas de los regímenes autocráticos, como el “dilema del dictador”, referido a la dificultad para obtener información confiable de los subalternos. Gracias a asesores virtuales y algoritmos eficientes, los gobernantes podrían prescindir de la confianza en humanos y mejorar la planificación de economías, superando así la ineficiencia típica de esos sistemas.
Por otro lado, las democracias enfrentan una paradoja: sus propias normas, que garantizan privacidad y supervisión legal, pueden entorpecer el avance de la IA. Este dilema moral exige un debate en Occidente: ¿se deben sacrificar libertades para mantener competitividad o defender los valores, aun a riesgo de perder influencia? La tentación de flexibilizar los estándares éticos es fuerte, pero hacerlo podría socavar los cimientos de nuestras sociedades libres.
En este escenario, nuestra región está rezagada: no diseña chips, no lidera laboratorios, no regula con claridad. Dependemos de tecnologías extranjeras, aceptando sistemas entrenados con criterios que no nos representan. Esto conlleva riesgos: manipulación electoral, vigilancia encubierta, pérdida de empleos y división del debate público, problemas que avanzan sin una deliberación adecuada en el ámbito legislativo.
Es crucial incluir esta discusión en la agenda pública, alentar a periodistas, líderes de opinión y decisores a reconocer la urgencia del tema. Deben fomentarse la educación en ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM), así como centros de investigación, colaboración público-privada y formación en ética.
También es vital desarrollar una estrategia regional que promueva la soberanía tecnológica, con legislación adecuada, derechos digitales claros y una capacidad firme para negociar a nivel internacional. El objetivo no es superar a China o EE. UU., sino evitar quedar relegados.
Si bien el código domina, nosotros decidimos hasta qué punto. Perú enfrenta la disyuntiva de ser el creador o el sujeto de programación. La elección es clara: o escribimos nuestro destino o quedamos sometidos a él. La indiferencia nos dejará sin voz ni voto en el futuro.
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