El cadáver ya no es noticia
A José Miguel Castro lo mataron dos veces. La primera, en el baño de su departamento en Miraflores, donde fue hallado con un corte de catorce centímetros en el cuello, imposible de ser realizado por mano propia. La segunda, cuando su historia empezó a desaparecer de los medios con la precisión de un crimen premeditado, de un olvido deliberado.
Castro era de los testigos más importantes del inmundo y gigantesco caso Lava Jato, la podredumbre de Odebrecht y de su principal cómplice peruano, Graña y Montero. Era el operador de Susana Villarán, la corrupta izquierdista y fundadora de la ONG más poderosa del Perú, IDL, que llegó a la alcaldía con su disfraz de ética para rematar a Lima al cartel de la construcción y enriquecerse descaradamente. Tras años, confesó haber recibido tres millones de Odebrecht para su campaña contra la revocatoria. En realidad fueron once, de Odebrecht y de OAS. Castro sabía a quiénes se les distribuyó esos fondos que no solo comprometían a políticos, tocaban intereses más amplios: periodistas, asesores, consultoras, agencias de relaciones públicas, portales, ONG’s; es decir, el circuito completo de la podredumbre limeña. Y cuando debía declarar en septiembre, aparece muerto. ¿Y nadie enciende las alarmas?
Para los grandes medios, creadores de escándalos por trivialidades, ese asesinato no merece ya atención, investigación ni seguimiento. Y para que no se hable más, aparecen escándalos ridículos como la reapertura del caso Cócteles por enésima vez; el chisme de un trans que dice que un periodista le besó creyendo que era mujer; extensas coberturas propias de una campaña del dirigente de los mineros informales-artesanales-ilegales. Una orquestada desinformación sobre el tren de Lima, gestionado por el alcalde Rafael López Aliaga, quien un par de días antes de la andanada en su contra dijo que la muerte de Castro se selló el día que conoció a Villarán. Todo esto no es casualidad: hay un pacto de silencio.
Castro sabía a qué políticos, autoridades y periodistas les entregó dinero y qué medios se prestaron al juego de la corrupción. Hablar de Castro es abrir puertas incómodas, es reconocer que buena parte del periodismo peruano fue cómplice, servil, domesticado o comprado. Que algunos escribieron por contrato y no por convicción, y que las cortinas de humo se pagaban con sobres y los favores con pauta publicitaria (o concesiones a accionistas de medios con intereses en el rubro de la construcción). Por eso su cadáver incomoda tanto, porque lejos de cerrar un caso, abre uno más amplio. La exprocuradora Yeni Vilcatoma lo dijo: Castro es el sexto muerto en condiciones sospechosas con información sobre los principales cómplices de la corrupción.
Castro no fue un héroe, pero su final genera preguntas que el apagón informativo no quiere que se respondan. Cuando la gran prensa entierra junto al muerto todo lo que sabía, no es periodismo, es complicidad.
Y eso, para quien, como muchos, aún creemos en la nobleza de esta profesión, el silencio es imperdonable.
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