El arzobispo pro violencia
Las recientes declaraciones del arzobispo de Lima, Carlos Castillo, exacerbando las violentas protestas juveniles contra el sistema de pensiones, han generado una ola de simpatía en sectores afines a las izquierdas más violentas, en pleno inicio del ambiente electoral con miras a los comicios de abril del año entrante. En una homilía dominical, el prelado afirmó muy suelto de huesos: “Aquí no hay terroristas, aquí hay personas con derechos, con dignidad”, refiriéndose a los jóvenes que se movilizaron violentamente por el Centro capitalino. Aunque aquel mensaje pareciera pastoral, lo que subyace es una peligrosísima tendencia: el endiosamiento de la protesta cuando proviene de sectores afines a las izquierdas; y el silencio sepulcral —inclusive la condena— cuando la indignación brota desde otros márgenes sociales.
La protesta es un derecho constitucional. ¡Pero también, una responsabilidad cívica! No toda manifestación es justa por el simple hecho de ser multitudinaria; ni todo reclamo es legítimo por la mera razón de ser juvenil. El arzobispo Carlos Castillo ha optado por una lectura ciertamente interesada y falsaria, donde presenta a una juventud violentista como víctima absoluta de un sistema político corrupto, sin matices ni contexto. ¿Dónde estuvo esta misma vehemencia cuando exacerbados jóvenes agitadores masacraron a pobres agricultores en el norte, en Ica y Lima, atizados por aquel extremismo que azuzaba una protesta contra la ley de promoción agraria destinada a convertir en vergeles los arenales de nuestra costa; o cuando jóvenes enardecidos, financiados por ONG pro izquierda, “protestaron” contra el expresidente Merino, hasta encontrar el muertito que provocó la renuncia del exmandatario? ¿Por qué guarda silencio el arzobispo Castillo cuando la indignación no coincide con la narrativa progresista?
La crítica al sistema de pensiones puede ser válida, pero el discurso del arzobispo cae en la simplificación socialista. Cuando alega que los jóvenes son “obligados a pagar AFP para que otros se lo roben”, se deslegitima el debate técnico y se promueve una visión conspirativa que infantiliza al ciudadano. La solución no estriba en alimentar la rabia, sino en promover reformas serias, transparentes y sostenibles. La Iglesia, como institución moral, debería fomentar el diálogo informado; no polarizar la política.
Además, el uso del púlpito como tribuna politiquera plantea justificadas dudas sobre la neutralidad eclesiástica. La Iglesia tiene una larga tradición de defensa de los pobres, pero también de prudencia frente al poder. Cuando sus líderes adoptan posturas que coinciden sistemáticamente con agendas ideológicas específicas, se corre el grave riesgo de erosionar su autoridad moral.
La coherencia ética exige que se condene la represión, sin importar quién gobierna; como que se defienda la protesta, sin importar de qué sector provenga. No se trata de negar el derecho a la indignación, sino de demandar coherencia en su defensa. Si la protesta es sagrada, debe serlo siempre. Si la dignidad resulta inviolable, debe aplicarse a todos. El sesgo pastoral frente a la protesta no solo debilita el mensaje de justicia, sino que convierte la compasión en herramienta política. Y esto, en tiempos de polarización, es una traición al verdadero espíritu profético.
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