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El árbitro del desorden

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Fecha Publicación: 08/08/2025 - 20:40
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El Perú experimenta una peligrosa normalización del caos. Las principales entidades estatales —el Congreso, el Ejecutivo, la Fiscalía, el Poder Judicial— parecen actuar bajo la premisa de un poder sin límites, dejando de lado la Constitución según convenga, excediéndose en sus competencias y pasando por alto las determinaciones judiciales. No estamos ante un hecho puntual, sino ante una crisis estructural en la que una élite institucional confunde la autoridad con el dominio absoluto.
Durante este gobierno, el Tribunal Constitucional (TC) se ha alzado como la última muralla que contiene el desborde. Silente pero efectivo, define límites y sienta precedentes vitales. Desde 2022, ha debido arbitrar conflictos que antes se resolvían con el sentido común institucional.
¿Cómo llegamos a este punto? Las respuestas se hallan en una combinación de crisis de representación, politización del sistema judicial y oportunismo legislativo. Un ejemplo claro fue el intento de Pedro Castillo de disolver el Congreso, invocando una “denegatoria fáctica” de confianza. Fue el TC quien frenó esa maniobra, dejando claro que solo una denegatoria expresa del Parlamento puede producir efectos constitucionales.
Más adelante, cuando el Poder Judicial bloqueó la elección del Defensor del Pueblo y la reforma de la Sunedu mediante medidas cautelares, el TC intervino nuevamente: la judicialización de la política tiene un límite, y el Legislativo no puede ser rehén de resoluciones ajenas a su ámbito.
La lista continúa. En el caso de la presidenta Dina Boluarte, investigada penalmente por hechos no contemplados en el artículo 117 de la Constitución —el que establece de forma taxativa las causales por las que un presidente en funciones puede ser acusado—, el TC admitió una demanda competencial para determinar si se vulnera su inmunidad.
Más recientemente, el conflicto entre el Ministerio Público y la Policía Nacional por el liderazgo en las investigaciones preliminares fue resuelto con una sentencia clara: la Policía puede operar bajo dirección jurídica del fiscal, pero el monopolio procesal no es un cheque en blanco.
En todos estos casos se repite un patrón: autoridades que interpretan sus atribuciones como si no tuvieran límites y un Tribunal que, con determinación, restaura el equilibrio necesario. Aunque el TC no es perfecto, hoy constituye la única entidad con la credibilidad y la solvencia moral para defender la Constitución frente a los excesos funcionales.
Sin embargo, algunos actores continúan ignorando sus decisiones, poniendo en riesgo la primacía de la Carta Magna. Cuando cada poder actúa por cuenta propia, el país se desliza por una pendiente peligrosa hacia la anarquía legal.
El liderazgo que el Perú necesita no se demuestra en discursos altisonantes, sino en fallos bien articulados, en interpretaciones coherentes y en la capacidad de restablecer límites con prudencia. El TC, sin adoptar un papel político, debe ejercer con firmeza su labor de guardianía legal y equilibrio silencioso.
En tiempos en que las instituciones se enfrentan abiertamente, el Tribunal se pronuncia con discreción pero con la Constitución en alto, y su voz resulta imprescindible. Si aspiramos a recuperar la institucionalidad y evitar el colapso funcional del Estado, debemos defender ese liderazgo técnico, explicar mejor su rol como árbitro y exhortar a los medios a dejar de amplificar el caos para empezar a educar sobre los límites reales del poder.
La pedagogía constitucional es también una forma de resistencia. Como recordaba Montesquieu, una ley no es justa por el mero hecho de existir, sino que debe existir porque es justa. En el Perú contemporáneo, la justicia debe prevalecer dentro de los marcos legales, no a través de excesos. El Tribunal Constitucional quizá no sea perfecto, pero sigue siendo el referente de respeto en un escenario donde muchos ya han abandonado el juego limpio.

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