El “aevum”, o el propio tiempo universitario
La primavera de 2025 reabrió en Estados Unidos un debate clásico: las “cuatro libertades” de Frankfurter —quién enseña, quién estudia, qué se enseña, cómo se enseña— como núcleo de la autonomía universitaria. Adam Sitze recuerda que esas libertades no flotan en el vacío, sino que requieren de una legitimidad institucional capaz de resistir la coyuntura política y habitar el “aevum”, o el propio tiempo universitario, que permita a la universidad durar más que los gobiernos.
En América Latina, la autonomía se concibió menos como un escudo liberal y más como una arquitectura republicana. La Reforma de Córdoba, de 1918, normalizó el ideario de la libertad de cátedra, la responsabilidad social y los concursos públicos; pero también la periodicidad en la docencia y en el autogobierno, la democracia en el claustro y en el sistema universitario. Esta matriz —social, democrática y latinoamericanista— ancló la legitimidad y la legalidad universitaria en su responsabilidad pública y en la participación real de su comunidad. Por supuesto que se puede aseverar que el Grito de Córdoba combatió los privilegios corporativos.
Con el tiempo, dicho modelo se positivó en las constituciones y leyes de diversos países de la región. Así, Brasil reconoce la autonomía didáctico-científica, administrativa y financiera; Colombia garantiza a las universidades darse sus propios estatutos. Como ha quedado establecido, el Perú consagra la autonomía normativa, de gobierno, académica, administrativa y económica. En todos los casos, la autonomía no es un fin en sí mismo, sino la condición para que la universidad cumpla con su misión.
Europa construyó la autonomía universitaria sobre dos pilares. El primero, jurídico-constitucional: Alemania protege la libertad científica y España reconoce expresamente la autonomía universitaria. El segundo, sistémico-comparado: la European University Association mide la autonomía organizativa, financiera, académica y de recursos humanos, mostrando modelos diversos, flexibles, como los nórdicos y anglosajones, y otros más estatizados, que condicionan el margen real de decisión. La lección del ejercicio comparado es sobria: no basta reconocer la libertad; hay que darle reglas estables, personal idóneo y recursos suficientes.
No obstante, en el Perú persiste una tentación autoritaria: legislar desde el poder contra la forma constitucional que las cartas políticas de 1978 y 1993 delinearon para proteger a la universidad como institución. Esa deriva olvida que la universidad no es un apéndice del Estado, sino una comunidad que se otorga su propio gobierno para hacer ciencia. A esto se suma una carencia estructural: la renuencia a tratar la educación universitaria como un derecho fundamental, a través de maniobras —entre ellas las presupuestales— que erosionan el piso material de la autonomía.
Del cruce de miradas, esta columna propone cuatro tareas mínimas. Una, asumir las “cuatro libertades” como piso irrenunciable. Dos, reforzar el cogobierno y la extensión sin perder estándares ni profesionalismo. Tres, consolidar marcos organizativos con rendición de cuentas, que permitan decidir bien y explicar mejor. Cuatro, estabilizar el financiamiento, evitando tanto la asfixia estatal como la captura privada. Solo así el “aevum”, o el propio tiempo universitario, puede vencer la impaciencia del corto plazo.
Este artículo también propone una cláusula constitucional de garantía reforzada: que vincule el derecho a la educación con el deber estatal de financiarlo progresivamente, y que establezca una gobernanza que combine participación democrática, excelencia académica y sostenibilidad. Cuando Haya de la Torre llamó a la universidad “la conciencia crítica de la nación”, estaba pensando en el “aevum”, o el propio tiempo universitario.
Por José Oré León
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