EE. UU. tiene razón: la OEA necesita un giro urgente
La contundente advertencia del vicesecretario de Estado, Christopher Landau, ante la Asamblea Ordinaria de la OEA en Antigua, marca un punto de quiebre necesario para el futuro de la región. Su mensaje fue claro y sin rodeos: Estados Unidos no seguirá financiando un organismo que se ha desviado de su misión original y que hoy opera, en buena parte, como instrumento geopolítico de gobiernos afines a regímenes autoritarios.
Estados Unidos cubre aproximadamente el 50 % del presupuesto anual de la Organización de Estados Americanos, sin ejercer el control político que naturalmente correspondería a quien financia una institución de semejante magnitud. Mientras tanto, gobiernos como los de Brasil, México, y otros liderados por la izquierda continental, utilizan la OEA como una plataforma para promover intereses ideológicos contrarios a los principios democráticos y los derechos humanos que dicha organización se comprometió a defender.
La postura de Landau no es antojadiza ni responde a un capricho político. Es, en cambio, el reflejo de un hartazgo legítimo frente a la pasividad —cuando no complicidad— de la OEA ante crisis graves como la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela o la permanente inestabilidad institucional en Haití. El silencio del secretario general Albert Ramdin sobre la situación venezolana, negándose incluso a calificar como dictadura al régimen de Maduro, es una afrenta a la democracia y a los miles de venezolanos que han huido de la represión y la miseria.
Estados Unidos tiene razón en exigir resultados concretos y alineamiento con principios fundamentales. Si la organización ha dejado de representar esos valores, es justo y necesario que su principal financiador reconsidere su compromiso económico. No se trata de un retiro intempestivo, sino de un llamado a la coherencia. La amistad, como bien dijo Landau, es una calle de doble sentido. No se puede pedir financiamiento norteamericano mientras se bloquea cualquier esfuerzo serio por condenar dictaduras o promover reformas estructurales.
La posible elección de María Rosa Payá como comisionada de la CIDH, tras el discurso de Landau, es una señal alentadora. Payá no es una activista más: ha vivido en carne propia la represión cubana y su lucha por los derechos humanos es irrefutable. Su eventual ingreso al organismo interamericano sería un primer paso hacia la recuperación de la credibilidad de una institución que hoy luce debilitada y politizada.
La OEA debe decidir qué quiere ser: una defensora real de la democracia o un foro capturado por intereses ideológicos ajenos al bienestar de los pueblos americanos. Si opta por lo segundo, Estados Unidos —y cualquier país que valore la libertad y la justicia— haría bien en retirar su apoyo. Ya no hay espacio para la ambigüedad.
La región necesita una OEA firme, imparcial y comprometida con la verdad. Hoy, más que nunca, el mensaje de Landau debe ser atendido con seriedad. De lo contrario, el continente seguirá a la deriva, pagando las consecuencias de una institucionalidad débil y complaciente.
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