Donald Trump, peso pesado, y Kamala Harris, peso pluma
Siempre lo dijimos: Donald Trump era más candidato que Kamala Harris. Un presidente que, desde que perdió la reelección, quería volverlo a ser versus una vicepresidenta que fue candidata solamente una vez producida la renuncia del actual presidente, Joe Biden. Trump, aunque impertinente, extravagante y nada caballeroso con las mujeres —esto último realmente imperdonable—, fue muy directo en su mensaje durante la campaña. Esa fue la diferencia sustantiva con Harris, quien no sabía hacia dónde iba.
Es verdad que Harris ganó el único debate que tuvieron los dos candidatos, pero lo fue más en la forma que en el fondo. Nunca se la vio trascendente y desnudó una de las mayores debilidades de la inmensa mayoría de candidatos en cualquier lugar del mundo: no saber decir el “cómo” harán lo que pudieran ofrecer. Trump abrumó a los estadounidenses diciendo el “cómo”, y eso lo pintó como un hombre decidido y con carácter, que es lo que a la gente le gusta, más aún si se trata del país más poderoso de la Tierra.
Pero lo que ha decidido la victoria aplastante del magnate neoyorquino ha sido su visión clara sobre el rol de los Estados Unidos de América en el mundo. Más allá de su archiconocida dura postura sobre la migración, Trump repitió hasta el cansancio su intención de volver a conseguir que su país sea, a partir de la envoltura del proteccionismo, la única superpotencia global. Es decir, recobrar para Estados Unidos el mundo unipolar que, luego del atentado de Al Qaeda del 11S en 2001 y de la pandemia de la Covid-19, fue perdiendo sustantivamente.
En la otra orilla, su contrincante política, obnubilada por los reflectores en los programas de televisión a los que no faltaba por nada del mundo o viéndose a sí misma en los titulares de influyentes medios de prensa escrita, soltando sonrisas por toneladas, poco o nada había hecho durante su gestión como vicepresidenta, que, por cierto, todavía no acaba, para que su país recobre un lugar vanguardista en las relaciones internacionales contemporáneas. Parecía más resignada al mundo multipolar en el que Estados Unidos comenzaba a allanarse en igualdad de condiciones de poder con China, Rusia, India, etc.
Esa es la razón de fondo por la que Trump ha ganado. Los estadounidenses no se han dejado llevar por las formas ni se han dejado impresionar por la oralidad de una exfiscal, seguramente efectiva en su quehacer forense y jurisdiccional, y han preferido a un expresidente que comprende el país por dentro y por fuera, aunque sea un perfecto irreverente y crónicamente insospechado, como pasa con Trump.
Los cuatro años de asedio político y policial con denuncias por toneladas para neutralizar o sacar de la carrera al expresidente republicano, lo único que consiguieron fue empoderarlo. El orgullo americano de siempre, ligado a la doctrina de la denominada “gran nación americana” de fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX, inscrito en la idiosincrasia de sus habitantes a partir del “Destino Manifiesto”, fue puesto a prueba durante el atentado —felizmente fallido— contra Trump, de mediados de este año, que pudo costarle la vida, externalizando para sus ciudadanos la idea de ser un mandatario realmente valiente, una cualidad dominantemente aplaudida por la población.
Fue en ese momento que consiguió su boleto como inquilino de la Casa Blanca. Sin duda, fueron unas elecciones con dos pesos distintos, uno pesado y la otra pluma. Esa es la verdad.
(*) Excanciller del Perú e Internacionalista
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